Nos echamos de menos

3 0 0
                                    

Tras años sin verse, dos amigos quedaron en la terraza de un bar. Se saludaron con un abrazo y comenzaron a ponerse al día. Cerveza en mano, hablaban de esto y de aquello; también de lo de más allá. Parecían metralletas escupiendo palabras.

Cerca de la terraza, se encontraba un parque. En él, una joven africana había desplegado un pequeño puesto de retratos al instante. Aunque sus pinturas denotaban que tenía talento, Sarabi llevaba horas sin que nadie se le acercara, así que decidió pasear entre las mesas del bar. Con amabilidad, y un tanto ruborizada, preguntó si alguien quería ser retratado por ella o aportar la voluntad para una persona que, aunque había estudiado Bellas Artes en su tierra natal, ahora empezaba de cero en España.

Como era de esperar, Sarabi recibió todo tipo de reacciones por parte de los clientes del bar: el ninguneo, alguna mirada de desprecio y unas pocas monedas. Eso sí, nadie se decidió a acompañarla a su pequeño estudio ambulante.

En cuanto a los dos amigos, ni siquiera notaron su presencia. Seguían lanzándose palabras y acumulando tantas cervezas sobre la mesa que ya casi no les cabían. Desanimada, Sarabi se dispuso a volver al parque, pero algo en ellos le llamó poderosamente la atención. Deshizo sus pasos y, gracias a que les había resultado invisible, la joven artista se permitió acercarse para escuchar lo que decían. Lorenzo, el más rubio y alto de los dos, hablaba sobre lo bien que le había sentado el cambio de trabajo y su vuelta a la ciudad. Frente a él, Carlos refunfuñaba sin parar. Tras su reciente divorcio, estaba que se subía por las paredes.

En cuanto a Lorenzo, el rubiales no parecía estar escuchando a su colega y continuaba describiendo su nuevo salario y sus condiciones laborales, a la vez que Carlos seguía con sus quejas. Bla y bla y bla, hasta que se fijaron en Sarabi.

—Hola, ¿nos pones otra ronda?

—Perdón, no trabajo aquí —respondió ella, sonrojada.

—Ah, disculpa.

Despreocupados, los amigos volvieron a su plática y Sarabi se alejó de ellos. Una vez en su puesto, preparó el caballete y mojó los pinceles con el mismo nerviosismo que le entraba siempre que comenzaba una obra nueva. Estaba tan concentrada que hasta la forma de su ojo parecía haberle cambiado a un contorno más felino.

Se tomó un minuto y, entonces, la inspiración se le derramó por entre las cerdas del pincel. Retrató a los dos hombres sonriendo, pero agarrándose por el cuello mutuamente. Con la mano que les quedaba libre, ambos sostenían unos embudos oxidados que habían introducido en la boca del otro. En esa posición tan agresiva, se hacían tragar las siguientes palabras, que Sarabi había pintado con una tipografía de tebeo clásico: «¡Amigo! ¿Qué tal? ¡Cuánto tiempo! ¿Todo bien?». Dichos términos eran engullidos por ambos personajes a través de los embudos, aunque enseguida volvían a salir de sus cuerpos, ya que, a la altura de sus vientres, Sarabi había pintado un gran agujero. A través de este hueco, las palabras se escurrían fuera de sus estómagos, cayendo al suelo desordenadas.

Entretanto, y en el bar, los dos amigos se pusieron de pie. Se dijeron adiós a voz en grito y se marcharon cada uno por su lado, ajenos a la obra para la que habían posado. Desde su pequeño puesto, Sarabi los vio desaparecer en direcciones opuestas y continuó pintando hasta que cayó la noche. Cuando acabó, se acercó a una fuente para enjuagar los pinceles y, alumbrada por las luces de las farolas, sonrió satisfecha. Sentía que el cuadro tenía algo especial.

No se equivocaba. Dos años después, Sarabi dejó España y viajó a Berlín. Allí, en un parque, una marchante se acercó a su tenderete.

—Cuánta cotidianeidad idealizada —le dijo, mirando el cuadro de Carlos y Lorenzo—. Qué riqueza de matices... Dime, ¿cómo se llama tu obra?

La pintora sintió una mezcla de orgullo y timidez.

—Nos echamos de menos.

—Tú y yo tenemos que hablar. Esta es mi tarjeta, llámame el lunes a primera hora.

Ese fue el último día que Sarabi hizo retratos en los parques, pues la marchante no dudó en ofrecerle un espacio dentro de su estudio. Después, «Nos echamos de menos», junto con otras de sus obras, viajó por exposiciones a lo largo y ancho de Alemania. La constancia de Sarabi estaba dando sus frutos y cada vez se le abrían más y más puertas.

Mientras, en España, Carlos y Lorenzo seguían bebiendo cervezas de a euro en los bares de siempre. Nunca supieron que, durante muchos años, sus rostros estuvieron expuestos en las mejores galerías del mundo.

Cuento: Nos echamos de menosWhere stories live. Discover now