La cruda sinceridad de la señorita Letizia Ortiz era un caso único de malos modales, decidió, y él, Felipe de Borbon, creía firmemente en la buena educación como un pilar indispensable para impedir el desmoronamiento de la sociedad.

—Lamento que no sea de tu agrado —respondió con un velado sarcasmo que a Leti no le pasó desapercibido.

—Perdóname, Felipe —suplicó ella juntando las manos en un teatral ademán de plegaria—. Como diría mi madre: el exceso de sinceridad es una imperdonable falta de educación. Te prometo que no diré nada más que pueda molestarte.

Al ver su expresión contrita, Felipe sintió un impulso casi irrefrenable de extender la mano y acariciar la suave piel de su mejilla. A duras penas logró reprimirlo y se preguntó cómo era posible que esa imprevisible criatura le hiciera pasar en menos de un segundo del enojo a la ternura, siendo esta, además, una emoción con la que no estaba muy familiarizado.

—Será mejor que nos vayamos ya o perderemos la marea —declaró en un tono que no delataba las confusas emociones que se agitaban en su pecho.

El le ofreció unos zapatos de goma y un salvavidas y le ordenó que se sentase en la popa, asegurando que él se ocuparía del resto.

Letizia obedeció en el acto, tratando de molestar lo menos posible.

A bordo de un barco no se encontraba en su elemento y le daba pavor resbalar y caer a las aguas sucias y revueltas del río Támesis.

La chica observó a su vecino con interés; él también se había calzado unos zapatos más adecuados y se movía con soltura por la cubierta, atando y desatando nudos y enrollando cabos con unas manivelas metálicas.

No tardó mucho en encender el motor y soltar amarras, y pocos minutos después la embarcación abandonaba el pantalán con lentitud.

Navegaron a motor hasta que llegaron a una zona más tranquila del río.

Allí Felipe desplegó las velas, le indicó que se sentara a su lado y comenzaron a deslizarse silenciosamente sobre las turbias aguas, en dirección a Greenwich.

A pesar de que vivía en Londres desde sus tiempos de estudiante, Letizia nunca se había subido ni siquiera a uno de esos barcos rebosantes de turistas que recorrían el río; era la primera vez que veía la ciudad desde el Támesis y el espectáculo le pareció maravilloso.

Al principio, Leti se asustó bastante cuando la embarcación se inclinó hacia un lado debido a la fuerte brisa que hinchaba las velas y, aunque no dijo nada, se aferró con tanta fuerza a la barandilla metálica que los nudillos se le pusieron blancos.

—No tengas miedo, no vamos a volcar —le aseguró Felipe mirándola divertido, mientras movía la caña del timón con pericia para no perder ni una gota de viento.

—No tengo miedo —negó Letizia, sin caer en la cuenta de que sus ojos eran de lo más expresivo.

—Ya lo veo, Letizia —declaró él, burlón.

—Llámame Leti, nadie me llama Letizia; solo mi madre cuando se enfada.

—Entonces estamos en paz. A mí nadie me llama Felipe.

La joven se encogió de hombros y al ver que, a pesar de que el velero iba bastante escorado, no volcaban consiguió relajarse y empezó a disfrutar del placer de sentir el aire frío acariciando su cara y su pelo.

Poco después, los altos edificios se hicieron cada vez más escasos y dieron paso a la pintoresca campiña inglesa.

—¿Quieres llevar un rato el timón?

¿Vecinos? (Adaptación Where stories live. Discover now