La soledad en compañía

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La isla es solo una roca humeante en el medio del mar. Con el cambio de estación tan cercano, las llamaradas de humo y cenizas que salen de las bocas de los volcanes convierten el cielo en una cúpula oscura, donde únicamente la lluvia y los rayos logran penetrar. Por lo que Aemond leyó en algún momento, el servicio del palacio tuvo, en sus mejores momentos, quinientos sirvientes, entre guardias, cocineros, mucamas y pinches... Ahora solo hay veinte. Todos escogidos por Aemond y aprobados por un Lucerys medio borracho ―los niños solo dijeron que no querían armas, así que los guardias debieron ser aceptados y enseñados para pasar desapercibidos―.

En más de veinte años de vida, Aemond nunca había pisado el hogar ancestral de su familia. Aquel fue el bastión de defensa de Rhaenyra, donde conspiró contra su hermano mayor y donde fueron a parar todos los pensamientos de su familia por un largo tiempo. Desde esa roca desvencijada se decidió qué y dónde se atacaba. Quisiera sentir algo, un poco de rabia, de pena, de molestia, sin embargo, su única emoción es el alivio por no tener que pensar más en la corte y la política.

El calor también ha ayudado a aminorar el dolor en su pierna y espalda.

El castillo es hermoso, de maneras en que solo lo son aquellas moles viejas, llenas de recuerdos que no son tuyos. Es como Harrenhal, enorme, vacío, pero lleno de historia. Aemond retoma allí la vida que vivía en Desembarco antes de la guerra: Se levanta, entrena, desayuna, estudia, almuerza, sigue estudiando y hace algún ejercicio, come y luego se va a dormir. La rutina le ayuda a poner en orden un poco

Aegon empieza a entrenar con él en las mañanas, recibe instrucciones del nuevo maestre junto a Jaehaera después. No hay septas. Ni lugares para rezar. Ni a los Viejos Dioses, ni a los Nuevos Dioses. Pero sí hay huevos de dragón por montones, en las fosas, cerca a la arena, en los sótanos, los niños los traen después de sus juegos y se acumulan todos alrededor de la chimenea central. La mayoría de ellos son solo piedra, pero su sobrina disfruta de mantenerlos calientes. Aegon, por el contrario, huye de ellos en cuanto hay algún indicio de cambio de temperatura. Teme que un animal salga de ahí.

Es tranquilo. Un retiro con todas las comodidades, a posteriori. En un extraño giro de las cosas, la casa Celtigar, también de ascendencia Valyria, se posiciona como una especie de mayordomos glorificados que protegen la costa y la isla. En palabras de Lord Celtigar: "Quedamos pocos valyrios, habrá que cuidarse". El padre del hombre murió por Rhaenyra, Aemond no confía del todo, pero Lucerys ha aceptado a aquellos hombres con indiferencia y eso está bien, no está conspirando en su contra.

La carta de Rhaena es lo que le molesta.

Aemond.

No quiero ser la reina. ¿Quién diablos quiere gobernar sobre el desastre que ocasionaste? Si hubieses dejado a Lucerys volver a casa, una negociación habría arreglado las cosas. Y ahora te lo llevas, como si tuvieses algún derecho sobre él.

Te dio su ojo, su cordura. Devuelvelo para que pueda ser feliz.

Lucerys no ha dejado de beber. Aemond escuchó la noche anterior al viaje, el grito de agonía de Arrax en Pozodragón, cuando su sobrino atravesó el pecho de la bestia con la espada; fue misericordioso, no había cómo arreglar su ala, ni los huesos de sus patas. Su sobrino había vuelto al castillo en compañía de un destacamento completo de soldados, dos de ellos le susurraron a la Serpiente Marina que el niño vomitó sobre la tierra y lloró sobre el cadáver. El viejo marinero palmeó la espalda de su nieto, llamándole valiente, el muchacho solo miró a Aemond, sentado al otro lado del campo de entrenamiento, con el enojo supurando del verde de su único ojo. Hay perdones que nunca llegan, no con sus causantes creyendo que siguen teniendo la razón.

Aemond no se arrepiente, no de sus decisiones. Hizo lo que tuvo que hacer por su familia, por Aegon, para que Rhaenyra no los convirtiera a todos en sus esclavos. No lo dejará ir a ningún lado, no le permitirá más libertad. Pero no puede detenerse por esas pequeñeces, entierra su cabeza en un nuevo libro que encontró en la biblioteca del castillo. Las hojas están raídas y las letras en él son antiguas, casi invisibles, de un valyrio primigenio, tiene que transcribir antes de leer, algunas palabras son difíciles y complicadas porque no conoce su raíz. No sabe de nadie que sepa tanto valyrio como los maestres, así que llama al suyo.

Enredaderas y  escamasWhere stories live. Discover now