16: Razones para mentir

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—No señor, nosotros jamás podríamos...

—Deja de mentir. Eres pésimo en eso como en tu trabajo. Me alegra que perdieras la apuesta —lo interrumpí, haciendo que bajara la vista, avergonzado.

Una vez más contuve mis ganas de reírme al darme cuenta de que había acertado.

—Abran el comedor y tráiganme algo de cenar —exigí, caminando hacia allá y haciendo que tuvieran que correr para darme alcance y abrir las puertas.

—No hay mucho... como usted ordenó, repartimos hasta el último tazón de estofado... —comentó al que había golpeado con la puerta, todavía cubriéndose un ojo. Supuse que pasaría un par de días sin abrirlo, pero nadie lo había obligado a dormirse.

—¿Y eso qué tiene que ver? Quiero comida. Ya —repetí, sentándome en una de las mesas y azotando las botellas de vodka en mis manos.

—Iremos... le avisaremos al señor Wilmer y enseguida le traeremos lo que ordenó —balbuceó el otro hombre antes de correr fuera del comedor y escaleras arriba.

Al menos el idiota a cargo había tenido la decencia de quedarse en las instalaciones esa noche, a diferencia de los años anteriores. Tantos regaños de mi parte comenzaban a rendir frutos y me permití felicitarme por estar mejorando al menos un poco, el trabajo del ejército.

Miré entonces al otro soldado, quien seguía parado a mi lado sin motivo alguno, cosa que lo hizo envararse y por fin quitarse la mano de la cara. Me alegré un poco al no ver sangre, no había sido un golpe tan fuerte. Solo lidiaría con el moretón.

Desgraciadamente, pensar en eso me recordó una vez más a Lilineth y apreté la mandíbula.

—¿Quién dejó salir a la bruja? —quise saber, al tiempo que le pedía con un gesto que al menos tuviera la decencia de acercarme un vaso.

El soldado que no parecía ser mayor que yo, se apresuró a obedecer, pero mi respuesta, por otro lado, no llegó ni siquiera cuando terminé de vaciar mi primer vaso de vodka.

—¿Quién? —repetí.

—Señor... verá... ¿estuvo... estuvo mal? ¿Ya no lo acompaña por ese motivo? —tartamudeó, nervioso.

Rodé los ojos. Odiaba a los nuevos reclutas que habían pasado por la academia del ejército solo para terminar cuidando puertas sin tener que pasar por las armadas. Ese chico debía ser de buena familia, una que pudiese pagar su posición y alejarlo del peligro. Se merecía que lo molestara un poco.

—No. Terminó siendo una inútil. Era obvio desde el inicio, por eso la encerré aquí y ustedes, idiotas, la dejaron salir. Tuve que dejarla con los grifos —conté. No era mentira.

—Diosa... ella dijo... ella dijo que había sido un accidente y que la mataría si no la ayudábamos a salir. Pensamos...

—Pensaron mal. ¿Acaso no saben que el bloqueo no funciona si la misma persona lo lanza sobre sí mismo? ¿Qué infiernos te enseñaron en la academia si ni siquiera puedes vigilar una puerta?

El muchacho se sonrojó con violencia, tratando de darme una explicación que mis oídos se negaron a registrar, encontrando el ruido tan molesto, que terminé por interrumpirlo con un gesto.

—No me interesa. Esa chica... le pertenece al ejército, aunque para mí sea una molestia. Si no quieres que reporte tu ineptitud para estar en una ciudad en lugar de en una armada, te recomiendo que vayas a buscarla y la traigas antes del amanecer. No nos podemos permitir más escapes.

—Pero... yo no fui el único que...

—Eres el único aquí —interrumpí de nuevo, dándole una mirada que lo hizo palidecer una vez más—. El único en toda la brigada de Cert con un uniforme personalizado, pagado seguramente con la buena fortuna de tu familia. Cabello dorado, así que probablemente pasaste toda tu vida tras las felices murallas de Zujaj o de Dirílea y no tienes ni idea de nada.

Guerra de Ensueño I: Princesa sin nombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora