El fin de la guerra

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No sólo la saca de allí. Sino que la acusa de conspiración contra sus sobrinos. Borros Baratheon tendrá que venir a la corte para lidiar con el hecho de que su hija es prisionera. Se anuncia la llegada de las huestes de norteños y ribereños que ajusticiaron a los rebeldes de todos los sitios.

Lucerys, sentado en los escalones del Trono de Hierro, se ríe. La mañana de invierno entra rauda por los vitrales altos; va vestido de rojo y negro, sin insignias, el cabello bien recortado a la altura de los hombres. Los años de guerra le han otorgado unos centímetros de altura y una musculatura digna de un campeón de lucha, aunque el niño no haya tocado una espada en meses, o se rehúse a si quiera portar el estandarte de su casa. Es uno más de los fantasmas que pululan la casa. Es un castillo, pero se siente tan pequeño, ajado, convertido en tierra.

Aemond lo hace, a regañadientes. Piensa en su madre, asesinada en la noche y en su abuelo, huyendo a Antigua, y no puede sino pensar en lo tontos que fueron todos con sus decisiones.

―¿Te has deshecho de tu prometida, Aemond? ―pregunta el chico, aún lleno de sonrisas nefastas.

―¿Qué te importa? ―responde sin mucho pensarlo, solo quiere pasar el cuarto y encontrar el desayuno que siempre está servido en la cámara trasera.

Lucerys no se mueve, solo vuelve a reírse. No lleva botas, así que los dedos de sus pies están peligrosamente cerca de las puntas afiladas de las espadas del Trono. Piensa en Maegor, muerto allí mismo; en Aegon, a solo unos pasos. ¿Dónde irá a morir él? ¿Por qué sigue yendo a desayunar a una sala vacía? ¿Con qué muerto espera cruzarse? Hay noches en que cree que debería haber muerto en la tormenta en que persiguió a su sobrino, o en el vuelo sangriento contra Daemon; vivir es más una tortura infinita que un evento gratificante. Los deberes sobre su cabeza se han acumulado de forma grotesca, la paz es más complicada que la guerra, y su compañero forzoso parece empeñarse en hacerle pagar con todo solo usando la incomodidad como arma. Inteligente, o estúpido, aún no decide.

―Ya no hay nadie más, Aemond... ¿Crees que los Dioses se sienten satisfechos con nuestras ofrendas?

Claro que no habla de los Siete. Los Siete no piden más que fe y oraciones, así como dinero ocasional para mantener al clero contento. No. Lucerys habla de los Dioses, los grandes, los que enseñaron a los pastores de Valyria a domar bestias y alzar en vuelo; los Dioses oscuros que han visitado la almohada de Aemond para susurrar sobre la traición y el miedo, sobre el fuego que se extiende hasta donde se pierde la vista para purificar al mundo de todo aquel que no se arrodille ante su poder.

Pero ya no hay dragones. Ya no hay gloria. Ya no hay Valyria.

―No creo que a los Dioses les importe lo que hagan los hombres ―responde, al pasar junto al Trono, cuya sombra se alarga hasta la puerta que debe cruzar. Dos guardias esperan junto a ella, ambos llevan la insignia de los lobos huargos.

Su sobrino no responde. Solo hay un suspiro largo, seguido de un sollozo. Lo ignora y camina hacia su patíbulo. La anunciada llegada de los hombres del Norte no debe esperar.

En la solitaria y larga mesa dónde debería estar su familia ―con o sin Rhaenyra―, hay un hombre de barba espesa y negra, ungido en pieles, al lado de dos muchachos de cabellos rojizos y otro pardo; dos mujeres, ambas de cabellos oscuros, pasean en el jardín con el que colindan. Detrás suyo llega Corlys.

Se sienta y trincha una paloma horneada y una hogaza de pan. Los hombres lo saludan con un escueto: «Príncipe Aemond»; no responde, se limita a comer mientras ellos discuten. Sabe que no puede hacer nada. No tiene aliados, pues el último de ellos yace moribundo en una celda negra en lo profundo del castillo. Larys Strong, irónico que él sea causa y consecuencia de todo esto; un segundo hijo, denostado por sus particularidades y convertido por mano propia en alguien de temer. Ojalá ser él, ojalá saber que morirá sin remedio. Come sin apetito, recordando mover su pie debajo de la mesa como le insistió el maestre. La caída desde Vhagar casi lo postra a una cama para siempre, pero él ha sido terco en andar, en recuperarse, en no dejar que otros vean cuan derrotado ha quedado.

Enredaderas y  escamasWhere stories live. Discover now