Parte única

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La oscuridad que se reflejaba en la sonrisa del hombre retratado en aquel cuadro suspendido en la pared de su morada, era algo que pocos lograban vislumbrar al detenerse con atención. Era una sonrisa empañada, que ocultaba entre tanta falsedad una expresión nacida de la necesidad de aparentar alegría en circunstancias donde la melancolía no tenía lugar. El individuo del cuadro solía decir que todos debían sonreír aún en medio de la adversidad, pues esa sonrisa fingida terminaría por transformarse en una sonrisa auténtica. Rían, decía, una sonrisa es un símbolo de serenidad en pleno caos, una insignia de vitalidad. A pesar de las tormentas y la existencia desdichada, porque tras un día lluvioso emerge el sol y la vida prosigue.

Este hombre, un obrero metamorfoseado en músico y docente, solía repetir de manera incesante a sus discípulos que la vida no merecía ser encarada con tristeza y pesimismo. Afirmaba que la tristeza se combate con una sonrisa, pues las ideas negativas eran las que diezmaban nuestras ansias por existir. Conforme iban transcurriendo los años, él envejecía y sus fauces radiantes eran suplantadas por arrugas y fatiga. Sus pasos ocultaban la belleza que en algún momento habían sido sus ojos envidiables. Ya en su quincuagésimo año, sentía que ya no le quedaba nada más por ofrecer al mundo, pero continuaba instruyendo a quienes lo rodeaban. Los instaba a no caminar con la cabeza gacha, a evitar mantener la mirada fija en el suelo como si buscaran alguna joya abandonada, alguna moneda de humanidad perdida. Porque la humanidad se pierde cuando dejamos de creer que somos dignos de la felicidad al percibir este concepto como algo inalcanzable y solo nos queda la resignación de la aflicción perpetua.

Tras impartir lecciones a jóvenes ávidos y amantes de la música, cargaba consigo su fatiga a su hogar. Se ocultaba entre las sábanas y se sumergía en la contemplación de su propio reflejo. Odiaba observarse a sí mismo, reconocer al bufón ficticio que realmente era en su interior. Solo los demás podían percibirlo, él era incapaz de notarlo. Era un producto de una vida sin propósito. Un embustero, una máscara en pleno apogeo. Solo él atisbaba la realidad de su sentir, la realidad de la existencia. Un payaso moraba en su ser, apropiándose de sus interacciones sociales, brindándoles un toque humorístico. Pero en sus noches solitarias, se sentía asfixiado, hastiado de sí mismo, hastiado de respirar en un mundo

Las lágrimas no eran necesarias, podían engañarse a sí mismos y convencerse de que la felicidad y la conformidad eran posibles, que era suficiente para seguir adelante. Pero en el fondo sabía que eso no era más que un autoengaño, una ilusión que se desvanecía rápidamente. El ser humano, tan racional y a la vez tan ignorante de su propia existencia, buscaba en sí mismo el sentido de su propio ser, la razón última de la vida humana. Algunos lograban ignorarla y vivir en un estado de aparente dicha, pero aquellos que no podían hacerlo, anhelaban la muerte, enfrentando la cruda realidad de que la vida, como seres humanos, era simplemente un constante sobrevivir.

Caminando bajo la lluvia implacable, con su paraguas oscuro como el presagio de su propio destino, su traje empapado y la maleta con su violín símbolo de su pasión, se contempló reflejado en los charcos de agua que salpicaba el camino. Sus ojos, enmarcados por las sombras, parecían estar desconectados de toda vitalidad, como si la llama que alguna vez ardía en su interior hubiera quedado sumida en un eterno letargo. Ya no había nadie a su alrededor para alimentar al bufón y a la máscara que nacían en cada encuentro social, controlando su expresión y ocultando su verdadero rostro ante el mundo. Y en ese instante, inmerso en su propia agonía, se recordó una vez más: sonríe. Una y otra vez, sonríe.

La sonrisa, esa maldita sonrisa, emergió en su rostro. Las arrugas, surcos profundos que parecían querer gritarle al mundo el dolor que llevaba dentro, se hicieron más notorias. Sin embargo, sus ojos, rezumando cansancio y derrota, permanecieron impasibles, negándose a acompañar la hipocresía de aquel gesto forzado. Intentó conciliarlos, luchar contra la corriente y hacer que sonrieran en armonía, pero en lo más profundo de su ser sabía que era una batalla perdida. Aquella sonrisa solo era el eco distorsionado de su bufón interior, una forma de enmascarar las adversidades del pensamiento humano y de evitar mostrar la verdadera esencia de su alma doliente.

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