—Adiós, Vitali.

Colgué antes de tener que escuchar su voz otra vez. Ese hombre me tenía cogido por los huevos. Debía obedecerlo, la vida de mi madre estaba en sus manos... y en las mías. Cogí un tazón de cereales y un vaso de zumo de naranja mientras me daba algo a mi perro. Deduje que podía llevarlo conmigo, y si no era así haría lo posible por hacerlo. Ulises era lo único que tenía a parte de mi madre.

Después de desayunar y haber preparado todo lo que tenía que llevarme a Estados Unidos, decidí ir a ver el interior de la caja que aún se encontraba en el hall de mi casa. La abrí con un cuchillo, con cuidado de no romper ni deteriorar el interior. Y entonces vi el gran escudo de la UICT, que consistía en una balanza y una espada cruzada en ella. Vi una nota cuando saqué el uniforme entero. Era el lema de la UICT.

<<Menuda gilipollez>>

Una vez tuve el uniforme puesto, metí lo que sobraba en la maleta y tiré la caja a la basura, junto con la nota de mi padre. Además de cachondearse de mí incluyendo el lema de la unidad con su puño y letra, también me amenazaba con destruirme si la cagaba. Era un completo y absoluto gilipollas.

Cogí todo lo necesario, llamé a un Uber y espere a que viniera a buscarme. Cerré con llave y se la entregue al portero. Le indiqué estrictamente que no podía entrar absolutamente nadie. Asintió sin expresión alguna en el rostro, como la mayoría de la población del país. A excepción de muy pocos, los rusos éramos fríos e inexpresivos. No nos gustaba mostrarnos tal y como éramos con gente que no conocíamos de nada. Solíamos ser muy introvertidos.

Veinte minutos después, con la mala cara del taxista por haber llevado al perro conmigo, llegué al aeropuerto. Tuve que pelearme con el personal por querer viajar con mi mascota, pero era una decisión inquebrantable. Mi perro venía conmigo, y yo debía irme. Estuve casi media hora hablando con el de recursos humanos y con el jefe de dirección del aeropuerto. Al ver mi uniforme, se mostraron aún más reacios a dejarme pasar con Ulises. Estaba claro que Rusia y la UICT no se llevaba nada bien. Una hora después conseguí hacer entrar en razón al director, aunque por poco lo muelo a golpes.

Una vez dentro del avión y con mi perro sentado a mi lado, hice que se durmiera con la cabeza apoyada en mis piernas. Yo también cerré los ojos, con la esperanza de descansar un poco. Aunque las pesadillas volvían cada vez que el sueño me invadía. Esas pesadillas en las que me levantaba sudando. Pero no fue así, sino que recordé lo que había pasado quince días antes. Cuando me reencontré con mi padre.



15 días antes...

Entré en la casa con los escoltas del jefe ruso a mis espaldas. Me habían sacado a la fuerza de un after al que había ido con mis colegas de la calle. Esos con los que corría carreras ilegales y pegábamos palizas a cualquiera que se atreviera a dirigirnos la palabra. Ni siquiera se dieron cuenta de que me había ido. Estaban tan puestos que seguramente no pudieran volver a sus casas por su propio pie. Pero todo eso daba igual. El personal que tantos años me había cuidado me miraban con miedo. Eso destilaba: miedo, pavor, terror, horror... Sobretodo cuando tenía un corte en el labio en mi ya marcada cara. Vi un espejo en el pasillo, atreviéndome a mirar aquel rostro que tantos años me había costado aceptar. La cicatriz diagonal que lo atravesaba era algo con lo que me había tocado lidiar en todos los ámbitos: colegio, instituto, universidad...

Sí, aunque no lo pareciera tenía una carrera... a medias. Derecho fue algo que siempre me llamó la atención y más teniendo en cuenta el ámbito en el que se movía mi padre. Cuando se enteró me sacó rápidamente de ahí y no volví a tocar un libro en años. Fue en ese momento en el que me fui por la mala vida, tenía tan solo diecinueve años cuando fumé el primer porro y corrí mi primera carrera. Al principio me resultaba extraño, el haber empezado a estudiar el bando de la ley para después cometer esos delitos que tanto me habían mencionado en el aula.

SIENNA CARUSO ©Where stories live. Discover now