—¿Con el boxeador? la historia no puede ser mejor que la que me contaste la otra vez —Enarco una ceja, volviéndome hacia ella—¡Cuando casi se caga en los pantalones!—Su estridente carcajada rebota entre las paredes del departamento. Esta vez mi risa es sincera.

—¡No lo digas tan fuerte!—Camino hacia el sofá. Dejo la taza en la mesa de centro, y después, apoyo la espalda sobre el cómodo respaldo.

—¿Por qué? no es como que todo Nueva York vaya a oír como hablamos de que tienes un cliente flojo de intestinos.

Bueno, tiene razón.

Su cabello rubio se sacude cuando otra carcajada la asalta, no me uno a ella, pero la miro desde mi lugar. Hacia muchísimo tiempo que no la veía tan relajada, feliz, incluso. Me alegro por ella. La pasó terrible con Hunter, y que ahora pueda disfrutar así, sin el peso de un hombre que buscaba mil y una formas de arruinarle la existencia, se siente muy correcto.

Kat deja ir un largo suspiro una vez que ha tenido suficiente, y yo levanto las cejas.

—¿Ya sacaste todo?—Inquiero.

Seca una lágrima solitaria.

—Depende, ¿tuvo otro apuro de esos? porque si así fue, entonces debe visitar a un médico.

Exhalo aire por la boca, negando suavemente.

—Vamos a ver la película—Estiro el brazo para agarrar la manta que está a mis pies, tapándome el cuerpo.

Mis oídos captan el sonido de sus pies descalzos contra las baldosas, como va de aquí para allá. Regresa con un enorme pote de palomitas de maíz. El dulce olor inunda mis sentidos, pero mi estómago gruñe en desaprobación, no tengo apetito. Tampoco de la bolsa de malvaviscos que trae bajo el brazo.

Kat se acomoda a mi lado y toma un enorme puñado de palomitas.

—¿Quieres?—Se mete unas cuantas a la boca. Sacudo la cabeza. Sus labios se fruncen, dándole una larga mirada a mi rostro—Te saltaste el almuerzo, Dalila. ¿Estás segura que no se te antoja? un poco de azúcar no daña a nadie—Menea el pote frente a mi cara.

El primer impulso es contestar de mala manera, entonces comprendo que su preocupación es válida, además, no necesito tenerla más encima mío de lo que ya está. Por lo que me conformo con resoplar.

—¿Si como un poco dejarás de molestarme?—La miro con impaciencia.

Asiente rápidamente.

—¡Están buenísimas! ya verás, el punto perfecto de dulzura.—Agarro un puñado pequeño.

—¿Ahora puedes darle play a la película?—El azúcar se deshace en mi lengua, y no está tan mal, pero no me mata.

—Hecho, pero antes...—Mira a su alrededor, como si faltara algo—¿Dónde metiste esos dulces ácidos que tanto nos gustan?.

Es inconsciente la manera en la que me congelo en mi sitio.

—En el tercer cajón del mueble de la cocina—Digo, más cortante de lo que pretendía.

—¡Sólo un minuto más, ya vuelvo! es que esos dulces son tan malditamente adictivos...—A penas capto lo siguiente que dice.

Por el amor de Dios, sólo son dulces. ¿Qué más da? fueron un regalo suyo, como los vestidos que están dentro de una caja en el fondo del armario de mi habitación. A veces me odio por permitir que me importe tanto. No tendría por qué afectarme así. No tendría que doler como duele. Como si fuera la primera vez que alguien decide alejarse de mi.

La rubia vuelve con una expresión de felicidad surcando sus rasgos, y así, se deja caer en el sofá.

—Estoy tan emocionada, no puedo creer que por fin haremos juntas el maratón de Harry Potter. Me encanta. ¿De qué casa eres tú?—Sus resplandecientes ojos verdes capturan los míos.

Esclava del PecadoWhere stories live. Discover now