2. El despertar

1 0 0
                                    

Lo único que sabía era que estaba muerta. Tan podrida por dentro como por fuera, viviendo toda una eternidad para pensar en mis errores. Este era mi castigo y también mi destino. Era lo que me había buscado y me lo tenía bien merecido. Allí, dentro de la nada, los minutos, las horas y los años se sentían de la misma forma. Desconocía cuanto tiempo había pasado, pero sabía el tiempo que me quedaba. El "para siempre" no se entiende ni cobra sentido hasta que uno muere. La muerte sí era un "para siempre", o eso al menos creía, porque cuando estaba segura de tener mi perpetuidad en la oscuridad algo empezó a ir mal. Divisé una luz a lo lejos. Era pequeña, pero cegadora y cálida. Una sensación que me parecía muy lejana y a la vez reconfortante. Aquello me creó una contradicción, pues sabía que debía volver a la oscuridad, pero a la misma vez me sentía llamada por aquel resplandor. Sentirse envuelta por toda la luz, encontrarse con la calidez, era tentador. Muy tentador. Y por mucho que mi consciencia pedía a gritos que me mantuviera en la negrura, mi cuerpo tenía la necesidad de hacer todo lo contrario. Sin darme cuenta, estaba inmersa en toda aquella blancor. Era cegador.

Abrí los ojos de golpe, me dolía todo el cuerpo. De repente un pensamiento inundó mi mente <<los muertos no sienten>>. ¿Entonces, cómo es que yo podía sentir? Mis cinco sentidos volvieron a despertar otra vez. Había pasado tanto tiempo consumida que no recordaba qué era tener aquellas sensaciones. Lo primero que hice fue mirarme las manos y moverlas. Por muy increíble que me pareciera, podía sentir mi cuerpo: mis dedos, mi pelo, que cubría mi espalda y caía dibujando pequeños bucles de color castaño rojizo, mis piernas, incluso mi respiración. Una palabra que hacía tiempo había olvidado apareció violentamente y sacudió todas mis expectativas <<VIVA>>. Intenté asimilarla varias veces en mi cabeza, pero me parecía algo imposible. Yo misma había decidido morir en el momento en que decidí tirarme por aquel barranco. Yo había sido testigo y responsable de mi propia muerte. Sin embargo, aquí me encontraba, sentada en un... un... ¿A dónde se suponía que estaba? Observé lo que me rodeaba y me pareció igual de surrealista que el hecho de que estuviera respirando. Nada de lo que veía me era familiar, desde los muebles hasta los olores. Me encontraba en una habitación con dos camas, en una de las cuales me había despertado. Cada cama tenía a su lado una mesita pequeña, que tocaba las paredes opuestas de la habitación. A delante de cada una de las mesitas se encontraba un mueble gigante con grandes puertas. Una de ellas estaba abierta y tenía un espejo que la cubría por completo. Su interior estaba delimitado en pequeños compartimentos, todos ellos llenos de prendas de ropa revueltas. Delante de las camas había dos mesas pequeñas y sencillas con una silla en cada una. Ambos escritorios contenían un montón de folios y otros objetos dispuestos caóticamente. En el suelo de la habitación también había prendas de ropa y zapatos tirados sin ningún orden aparente. Las paredes, pintadas de color azul claro, tenían colgados papeles con dibujos y letras extrañas que las decoraban. Delante de la cama que se encontraba a mi izquierda había una puerta de color blanco. Todo aquello se me hizo muy extraño y lejano. En general, parecía la habitación de alguien que había tenido que irse corriendo buscando lo imprescindible entre sus pertenencias; o al menos, eso es lo que sugería tanto caos. Parpadeé unas cuantas veces y comprobé mi respiración. Todavía tenía presente la sensación de soledad, de estar en medio de la nada y ser yo el único ser que habitaba en mi yo interior. No tenía ni consciencia de espacio ni tiempo, había estado durmiendo en una pesadilla durante lo que me pareció una eternidad demasiado corta. Por eso, estar allí me producía una sensación dulce y a la vez amarga. Todo aquello parecía demasiado tentador para ser verdad y me daba miedo. Miedo a despertar y ver que todo había sido una ilusión.

Intenté levantarme lentamente. Me parecía todo nuevo, como si hubiera nacido por segunda vez. Primero puse los dedos de mis pies en el suelo, sintiendo su textura y el frío que me producía su contacto con las baldosas de tonos grisáceos. Después fui apoyando la planta del pie, seguido del otro. Antes de levantarme, me aseguré de tener la estabilidad suficiente como para no caer, sujetándome fuertemente con la otra cama, que se encontraba cerca de mí. Di un paso, tras de otro, dirigiéndome hacia la puerta blanca, que era la única salida que tenía aquella habitación. Antes de que sujetara el pomo, este dio una vuelta y la puerta se abrió sola. El rostro de un chico apareció detrás de esta con cara de sorpresa. No esperaba encontrarme a nadie allí.

–Vaya, veo que finalmente te has despertado. Has estado unos dos días durmiendo. ¿Tienes hambre?–me dijo con una sonrisa radiante.

Miré fijamente a aquel individuo y me percaté de que su aspecto era tan poco familiar como todo lo que nos rodeaba. Llevaba el pelo corto, de color castaño oscuro, claramente despeinado. Era bastante alto y su piel era de un tono bronceado seguramente por el sol. Sus ojos, grandes y castaños, tenían matices verdes y el brillo de la ambición y la seguridad. Su ropaje era de lo más inusual. Llevaba una especie de tejido de un tono azul arrapado a las piernas y zapatos cerrados. Aunque reconocí que la lengua en que me había hablado era diferente de la mía, por alguna razón que desconocía la entendía perfectamente y la sabía reproducir. Me había molestado mucho la manera informal en que se había dirigido a mí. Alzando mi torso, le contesté:

–¿Cómo osas dirigirte a mí de esta manera? ¿Es que no sabes quién soy?

Estaba dispuesta a castigar su osadía. Aunque me parecía que fue en otra vida, había estado acostumbrada a que la gente supiera estar a la altura de su rango. Nadie tenía el derecho a dirigirse a mí sin antes haber dado yo el consentimiento. Era claramente de una posición social superior a él y tenía que hacerme respetar. No iba a tolerar ningún trato informal ni irrespetuoso que pudiera alentar a otra gente a hacer lo mismo. Dar ejemplo era la mejor manera de hacerse valer.

–Lo siento pero no– contestó amablemente–. Aunque me encantaría conocer tu historia.

Aquello me enfadó todavía más. Intenté ponerme a su altura.

–No hay ninguna historia que contar- le fulminé con la mirada–. Y ahora, apártate– dije, empujándole hacia a un lado de la puerta para poder pasar.

Me cogió del brazo, me giré para mirarlo y vi que su expresión había cambiado y se había vuelto seria.

–Con un gracias habría sido suficiente–dijo, mirándome directo a los ojos.

–Las personas de tu rango no merecen ni que las miren.

Le aguanté la mirada. Estaba empeñada en darle una lección de modales.

–Y apuesto a que tu rango es mucho mejor que el mío. ¿Te crees tan importante que te piensas que todos deberían saber quién eres?

Aquello me dolió. Lo pagaría muy caro.

–No sé quien eres ahora– continuó–, pero hacía solo dos días eras una pobre momia de un museo de historia. Si estás aquí es porque mi mejor amigo y yo te hemos puesto a salvo.

Me dejó ir del brazo y se me quedó mirando, claramente desafiándome. Estaba esperando mi reacción.

–Momi... ¿qué? Ni siquiera sé lo que me estás diciendo -cogí aire y me alcé con grandeza–. Yo soy Delia, hija de la Piedra y de la Vida, hechicera de todas las hechiceras. Y tú... ¿quién eres tú?

Le miré con cara de poco interés, poniendo mis manos en la cintura.

–Vaya... Yo soy William, hijo de mi padre y de mi madre, estudiante de todos los estudiantes de Historia del Arte– hizo una pausa–. Pero puedes llamarme Will. Encantado.

Me cogió la mano y me la estrechó, sacudiéndola con su mano. Después se dirigió hacia de donde había venido. Fue solamente un instante, pero me pareció ver claramente una sonrisa de satisfacción dibujada en su cara cuando se marchaba. Aquello me desconcertó y me dejó fuera de mis casillas. ¿Quién era? ¿A caso era un hechicero estudiante? ¿Algún maestro de las artes quizás? ¿O más bien se estaba burlando de mí? Volvió a mi mente su expresión pacífica y sonriente mientras me estrechaba la mano; una expresión que a simple vista no mostraba ninguna maldad, pero tampoco inspiraba ninguna confianza acerca de sus intenciones. Lo cierto es que poco había entendido de su presentación, pero me había quedado claro que aquello iba a ser la guerra.

Delia: Otro comienzoWhere stories live. Discover now