1. Después del viaje

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Amanece. La habitación sigue en penumbra, un sol gris, aguado, se esfuerza por atravesar una cortina descolorida, sucia de años. El ventilador en el techo gira mudo, revuelve un aire enrarecido, aire gastado de la noche anterior, lo confunde con el olor a humedad o como a encierro; es un aire pegajoso y azulado que se complica con la frescura, inexplicable, que late en los rincones de la habitación. Se contrae, se dilata, trepa y se derrama en el techo, en las paredes, en la almohada, sobre sus caras, alimentada por la respiración compartida durante la noche. Se escucha un tenue murmullo en la ventana, debe estar lloviendo afuera.

Una pequeña cama se encuentra de cara a la ventana. Dos cuerpos descansan en ella. Una complicación de brazos, piernas, cabello, sudores y sábanas sucias. El hombre sabe que es de día, aún así permanece inmóvil con los ojos cerrados, instintivamente se da la vuelta para darle la espalda a la luz que, vacilante, a duras penas penetra por la ventana, extendiendo el cuadrado sombrío que proyecta la otra mitad de la cama en el suelo. Ni siquiera tiene sueño, pero no quiere despertar, ello significa la resignación o la derrota, implica entregarse una vez más al delirio cotidiano. Dormido, está a salvo de las cortesías rutinarias, de las ambiciones razonables, del amor empobrecido; prefiere seguir durmiendo, entregado a la vana tarea de soñar una vida breve donde no haya tiempo de envejecer y arrepentirse.

Lo cierto es que todas las noches son una tregua, otra muerte ensayada.

"Muerto" piensa pausadamente pero es incapaz de articular el resto de la idea. Lo sobresalta el sonido del despertador que, violentamente, viene a desgarrar los restos de su vigilia, no sabía si llevaba rato sonando o si acababa de activarse, y francamente no le importaba. Un día más es un día menos, veinticuatro horas olvidadas, irrecuperables, ¿y al final? Otra vez nada, el invierno desfalleciente, la vejez próxima, la misma posibilidad de la muerte. Manoteó en la semioscuridad la mesa que tenía al lado, dio con él pero no logro asirlo, después escuchó un ruido seco, algo se estrelló en el suelo, el despertador a buen seguro. "Bueno, da lo mismo" se dijo a sí mismo, al cabo era una baratija comprada en los saldos del supermercado. De pronto le da impresión de que la atmósfera se ha vuelto más ligera, todavía a medio dormido, no logra discernir a qué puede deberse eso, qué cosa en el mundo, su minúsculo mundo, ha cambiado de forma o de lugar. Sin embargo no le da mayor importancia, se incorpora, suspira, constata incómodo e impávido que todo sigue igual.

—¿Duermes? —pregunta con voz ronca, no sabe si se la hace a sí mismo o si se la dirige a la mujer que yace a su lado.

No obtiene respuesta.

Todavía sin decidirse a salir de la cama, mira en derredor; nada nuevo, sólo formas imprecisas dispersas por la habitación, una silla con una chaqueta colgada encima, la mesa con sus libros apilados formando un solo bloque macizo de oscuridad, el ropero en la esquina, la ropa colgada, arrugada y doblada de cualquier forma se derramaba por la puerta entreabierta a la manera de las entrañas de un animal destripado. Zapatos, a un lado de ropero, los de ella en fila, los pocos que que quiso, pudo, traer; los de él arrojados sin orden, unos sobre otros, viejos también, veteranos en cuestión de pisar sombras, perseguir promesas, abandonar esperanzas. Las pocas cajas restantes de la mudanza, condenadas por su apatía a juntar polvo detrás de la puerta, a no ser que un día de éstos decidieran darse la a tarea de abrirlas y hallar un lugar para cada cosa. Pero eso era tan... Y luego la puerta abierta de la habitación, la porción oscurecida del pasillo y el silencio que denunciaban todo aquello que pudo ser y ya no fue.

Es decir, el mismo familiar desorden a que se habían acostumbrado desde ¿hace cuánto ya? Por más que se esforzó por recordar no fue capaz de hacer el recuento de los años, no lograba hacerse una idea clara de lo que había sido su vida hasta ahora, sólo una imagen nebulosa replegada al fondo de su mente.

Se lleva las manos al rostro y se lo frota despacio para arrancarse los últimos restos de sueño, suspira de nuevo, no encuentra motivos para levantarse ni tiene deseo de hacerlo. Entonces se vuelve hacia la mujer a su lado. Ella sigue dormida, él la mira con una emoción imprecisa, se sabe incapaz de apasionarse, de odiar o excitarse. Ensayó una caricia, pero detuvo su mano en pleno aire, abortó bruscamente el gesto, hizo una mueca, triste o cansada, y negó por lo bajo: "No tiene sentido, nada esto, nada".

Ella duerme, olvidada de todo, refugiada, conforme, con el mundo onírico que sus sueños le ofrecen (aunque él no puede saber qué sueña ella, si sueña). Un poco es como si estuviera muerta. "Muerta", él acarició la idea por unos instantes, luego la dejó ir, la sintió resbalarse por los bordes de su conciencia como gotas de lluvia en una ventana, hasta perderse y olvidarla. Sin embargo le queda una sensación extraña en el cuerpo, tal vez sea culpa, una especie de culpa, como si por el solo hecho de imaginarla muerta... "Pero no puede ser por eso", se dice, perplejo, más que nada, al descubrir que ni siquiera eso lo conmovería. "Tonterías", concluye para alejar el tema de su mente. Después resolvió acostarse de nuevo. Se acurrucó cerca de ella, rodeó con cuidado su cintura y la acercó a sí, ella murmuró algo entre sueños pero no se movió, su respiración apenas se alteró. Acercó su nariz a su cabello, el perfume que del mismo aspiraba le recordaba a una época y un lugar lejanos, difusos en el recuerdo, pero él está seguro de que entonces todo era diferente, pero sólo eso, porque no hubiera sabido decir qué era exactamente eso que ahora le hacía falta; un vacío, quizá todo ese tiempo había estado ahí, disfrazado, creciendo poco a poco dentro de él. Antes todo le parecía nuevo y luminoso, ahora en cambio...

Pero estaba tan cansado, de pronto se sintió invadido por una inmensa pesadez, tuvo miedo de que su cuerpo fuera a volverse líquido de un momento a otro, que perdiera su forma y se disolviera en la nada. Se aferró con más fuerza a ella, hundió su rostro en su pecho y durmió sintiendo que el corazón se le subía a la garganta.

Ya es de día cuando vuelve a abrir los ojos, pero antes que eso siente el contacto tibio y húmedo de una mariposa sobre su boca, que luego se transforma en un angustioso despertar. Ella lo mira, para siempre inocente, desbordando ternura, pasa una y otra vez sus finos dedos sobre su cabello alborotado y sonríe serena.

—Buen día. ¿Dormiste bien, querido? —se inclina sobre él y vuelve a besarlo—. Parece que tuviste una pesadilla —comenta después.

Él la mira unos segundos sin reconocerla, después gira lentamente la cabeza hacia la ventana, por donde la luz del sol entra sin impedimentos, la cortina está corrida, ni rastro de lluvia. Queda paralizado. Hay algo fuera de lugar, pero no sabe qué es. Después vuelve a mirarla desconcertado.

—Está bien, sé que el viaje ha sido agotador. Más para ti, sobre todo —dice ella sin dejar de acariciar su cabeza—. Pero ya verás que aquí vamos a estar mejor, te lo prometo. ¿Quieres algo o te dejo descansar?

Un gruñido, un sonido impreciso sale de su garganta seca, da igual, de todos modos él no sabe qué decir. La mira fijamente por un par de segundos más. Extiende despacio, como desconfiando, su mano, ella la toma y entrecruza sus dedos con los suyos. Permanecen así un par de segundos que se sienten como siglos, hasta que el miedo se desvanece y la realidad vuelve a penetrar en cada poro de su piel, el proceso dura unos pocos instantes, hasta que él acaba por convencerse de que todo ha vuelto a la normalidad, que el mundo ha recobrado su centro justo. Luego ella sale de la habitación.

—¿Quieres que te traiga el café a la cama? —pregunta ella desde la puerta.

—Voy enseguida —dice él al tiempo que se incorpora despacio, acostumbrándose otra vez a la sensación de vivir en su cuerpo, otro cuerpo.

Ella asiente y desaparece. Al poco rato se alcanza a percibir el aire impregnado tenue aroma de café recién hecho. Él se despereza y se dirige al baño. Se mojó varias veces el rostro con el agua helada que salía de la llave, se secó y se miró largamente en el espejo. Le costó reconocer su propio reflejo, hoy más que otras veces. Sintió un nudo en la garganta. Muy adentro, enterrada en las profundidades de su conciencia, la sensación de estarse viendo como desde fuera, eso, más que miedo, le causaba una honda desesperación. ¿Hasta cuándo este sentirse desconectado del mundo y de sí mismo, hasta cuando, Dios mío?

Sobre vencedores y vencidosWhere stories live. Discover now