Espíritus y Fuego

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«...No había tenido el valor de pedirle que me llevara a la habitación de Félix, pero sabía que el propósito de mi viaje estaría incompleto si antes no veía el último aposento de mi hermano adoptivo...»

Yo tenía cinco años, o tal vez seis. Estaba junto a Sor Matilde, la directora del orfanato, en la cocina de los Villareal, esperando a que doña Aura llegara. 

Lo que más llamó mi atención fue el enorme cubo de hielo que Altagracia picaba para preparar el refresco de guanábana. Jamás había visto algo similar, era una piedra transparente que sudaba mucho. Sor Matilde se percató de mi obsesiva mirada hacia aquella masa clara y húmeda y me permitió levantarme para ir a estudiarla. Con cautela, acerqué mis dedos al bloque; sin haberlo tocado, logré percibir un frío que me parecía imposible. Me armé de decisión y puse mi piel encima de aquél cuerpo helado. Sentí un fuego intenso consumiendo mi dedo y lo retiré lleno de espanto. Escuché una risa infantil a mis espaldas; esa fue la primera vez que vi a Félix. Me miraba desde la puerta que daba hacia el comedor. Se estaba riendo de mí.

«...La habitación de Félix está alejada de la casa, en el fondo del patio, escondida entre los árboles de mango y el ciruelo.

Le pedí a Felicia que esperara afuera, pensé que no tenía caso hacerla sufrir más dolor revolviéndole los recuerdos. Pero ahora que escribo estas líneas, creo que habría sido mejor dejarla entrar conmigo.

Avancé con sigilo, como si adentro estuviese él, dormido. Un enorme vacío llenó mis entrañas. Es extraña la sensación de estar en el lugar en donde hasta hace poco habitaba un ser amado, es como si aún estuviera ahí, agazapado en cualquier rincón, oculto tras un armario o presto a entrar en cualquier momento para abrazarnos y contarnos alguna broma o la más reciente anécdota. Uno se niega a tomar la realidad por lo que es y tiende a ser llevado por una inercia mental que se resiste a que ocupemos nuestro lugar en el presente, manteniendo nuestras posiciones en el pasado. Yo sentí eso, tenía a Félix a mi lado, susurrándome al oído...»

Escucho su voz: «Regresaste... Caín ha vuelto a casa». Trato de convencerme de que el susurro es tan sólo un juego de mi agitada imaginación, pero el hielo que quema mis venas es demasiado intenso para que yo mismo me engañe. Siento un mareo, un desvanecimiento, busco a tientas una silla y me desmorono como un cubo de barro bajo la tormenta. Es difícil respirar, me desabrocho el cuello de la sotana e intento balbucear un padrenuestro pero una voz interna me hace ver lo inútil que es mi oración.

Una mano helada acaricia mi frente y el pánico se apodera de mí, me inmoviliza, yo espero, resignado.

Siento que han pasado millones de años desde que entré a esta habitación, el tiempo se ha cuajado dentro de aquella atmósfera caliginosa que huele a encierro, trementina y azufre. El corazón, trémulo, intenta volver a su estado habitual; me llevo una mano al pecho mientras la respiración recobra su compás normal, pero una nueva imagen vuelve a turbar la paz que apenas comenzaba a recuperar: hay sangre sobre mis dedos. Atajo el pavor que como si fuese una pavesa que flota en el aire amenazando incendiarme en una llamarada de pánico; me doy tiempo para aspirar, buscar la calma y analizar la situación.

Compruebo que no estoy herido, observo con más cuidado el anormal tono rojizo y la exagerada viscosidad de la sustancia que mancha mi mano, la acerco a mi nariz y detecto el aroma del óleo.

Vuelve la paz.

El Fuego InteriorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora