Domingo de Ramos, 1951

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Viens-tu du ciel profond ou sors-tu de l'abîme, Beauté?

 Charles Baudelaire



Escribo:

«Vengo a reunirme con un cadáver.

Si no hubiese sido por las llantas ponchadas, habría llegado mucho antes, a tiempo para el entierro, y eso me duele aún más: no haber estado con Felicia en los momentos más duros.

Ha comenzado la tarde y el calor sigue insoportable. Se niega a soltarnos.

Veo al conductor sacando tuercas, moviendo palancas, lleno de sudor, de polvo y de grasa, entonces reflexiono: La vida no es seria, juega con nosotros; es un viaje urgente y la baronesa se ha detenido en cuatro ocasiones a causa de los neumáticos ponchados.

Mientras anoto en este diario, contemplo desde el cerro de San Cristóbal las casas de Santa Ana, sus paredes blancas, los techos rojos, los patios verdes, el ambiente de la costa. Todo aquí es vida, exuberancia, calor, humedad.

Desde la distancia todavía se escuchan los ecos de la banda que acompañó, esta mañana, la procesión del Domingo de Ramos. De mis recuerdos extraigo la visión de gente batiendo palmas de coco y vitoreando al Cristo Rey a quien, en menos de una semana, escarnecerán y crucificarán. La ingratitud, tarde o temprano, termina por morder los corazones humanos.

¡Al fin, el conductor ha reparado la llanta!

Descendemos, tragamos polvo, nos alegramos. Ahora la baronesa avanza con lentitud entre las calles de Santa Ana. Me encuentro a unas siete cuadras de casa y me desespera este movimiento que angustia en su parsimonia.

Pienso en Felicia, ella debió sentir que le comían las entrañas cuando encontró el cadáver. Aún no logro entender a qué se refería cuando dijo por teléfono: «Se quemó desde adentro».

El calor se me pega a la garganta, tiene sabor a polvo y esta torpe camioneta no avanza como debiera.

Escribir me relaja.

Todos los tornillos del coche se quejan, parece que se lamentaran de estar de vuelta en este lugar. Faltan seis cuadras. Quiero recordar...»


Una playa, la brisa sopla al atardecer. Félix me mira o, más que eso, analiza cada uno de mis gestos, absorbiéndolos para guardarlos en los infinitos archivos de su memoria y después sacarlos con óleos, espátulas y pinceles de los recónditos abismos del recuerdo para plasmarlos sobre un lienzo. Yo, confundido, por momentos deseo ser él: libre, soñador, hijo de la madre tierra.

—No llevás mi sangre, pero sos mi hermano —la pasmosa seguridad de su voz tiene el timbre de los cuchillos cuando rozan la piedra de afilar—. Si tuviera que escoger entre dar mi vida por vos o por mi hermana, no dudaría un sólo segundo en darla por vos.

—Félix, no digás estupideces.

Ríe, con su risa escandalosa, una avalancha que se despeña hacia el fondo de un abismo. Se acerca a mí, me abraza. Saca de su pantalón una navaja de afeitar y antes que pueda impedírselo, se ha cortado la palma de la mano. Mientras observo, estático, me toma por la muñeca y me hace una incisión igual, luego, coge de su bolsillo una cinta blanca y anuda con ella nuestras palmas heridas.

— Ahora estamos unidos. En la vida y en la muerte.


«...Cuatro cuadras para llegar. Me arrastran mis pensamientos. Hace dos días llegó el telegrama, hace dos días la vida era normal y no se me cruzaba por la mente que en un instante todo puede terminarse. Hace tan sólo dos días no pensaba en todas las cosas que hubiera querido decirle a mi hermano, dos días nada más me separan entre una nada cotidiana y el vacío de todo lo que nunca se hizo, lo que jamás se dijo.

El peor pecado es el que jamás nos atrevimos a cometer...»


El camión frena con un quejido, es un viejo elefante que termina una larga jornada. Levanta una nube de polvo cuando se estaciona frente a la casa de Felicia, la casa que era nuestra casa.

Prudencia, la anciana sirvienta, está ya en el zaguán, esperándome. Me recibe con la alegría de una madre.

Cuando cruzo el umbral, una corriente helada, salida de ninguna parte, trepa por mi espalda y me hace estremecer. Siempre es sobrecogedor entrar en este lugar, caminar bajo la arcada de flores dejándose abrumar por la brillantez y la impúdica exuberancia de su colorido; luego, la experiencia más inquietante de todas, el zumbido de cientos de miles de abejas que revolotean por todo el jardín brindando un concierto indefinible, penetrante, cuyas vibraciones calan hasta lo más recóndito de los huesos.

Allá, al final de la vereda está ella, la puedo sentir, Felicia acongojada, Felicia adolorida, Felicia fuego, Felicia pasión.


«...Felicia está deshecha por la tragedia... Entre llantos y exclamaciones me describió con todo detalle lo ocurrido. Culpándose de pecados inexistentes, «Si yo hubiera llegado antes, si lo hubiese acompañado...», me contó cómo lo había encontrado la mañana del viernes, tendido sobre la cama, completamente carbonizado. Sólo los pies habían quedado intactos y fue por medio de ellos y la ropa que lograron identificarlo. Suponía que Félix se había quedado dormido mientras fumaba y que las colillas del cigarrillo lo habían hecho tomar fuego. Resulta extraño que nadie lo haya escuchado gritar; ni Prudencia ni ningún otro empleado de la casa oyeron nada anormal. También me relató la desequilibrante experiencia de soportar la avalancha de curiosos, gendarmes, desconocidos y pordioseros que inundó la casa cuando corrió la voz. Llegaron el comandante local, el párroco, el doctor, el juez de paz y una caterva de metiches insoportables que no se fueron sino hasta después del entierro.

Se sacrificaron diez gallinas, dijo, una res y dos puercos para alimentar a todos los que estuvieron en el velorio. Se compraron cincuenta pesos de pan dulce, diez de café y veinte de aguardiente, todo para celebrar el gesto más digno de nosotros los mortales: morirse...»


Felicia, tan bella aún en la tragedia. Al verla comprende uno la fragilidad ante el pecado. Puedo intentar evadirlo en el plano físico, pero la impiedad espera paciente a mi alma, escondida en uno de esos requiebros de la vida, para emboscarla y gozarse de su caída.


Felicia es lo animal, lo espontáneo y anárquico, todo lo que impulsa a la irracionalidad. Por eso decidí alejarme de ella poniendo en medio de nosotros un mar, una sotana, un Cristo y cien mil Avemarías. No sé a qué le temía más, si al poder seductor de su belleza carnal o a la patética debilidad de mi voluntad.

El Fuego InteriorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora