Abandonó Rohan y sus tierras poco después y, en su camino, la dama de Lórien la acobijó como si fuera de los primeros nacidos de Iluvatar, crecida al amparo y resguardo de lord Elrond. En sus primeros años lejos del resguardo y la seguridad de la tierra élfica, Anatar vio más rostros de los que su mente alcanzaría a memorizar en mil vidas y, más criaturas, de las que lograría contar con los dedos de una docena de hombres.

Entonces su viaje se detuvo ante las puertas de Khazad-dûm, tras recorrer las frías montañas en soledad, arrullada tan solo por el murmullo silbante del viento que se filtraba entre las rendijas. Moria, hogar antaño de los enanos, que albergó riqueza e incluso un rey. Mas nada de aquello restaba ya tras sus puertas.

— Habla, amigo, y entra. —leyó en las inscripciones de sus muros. Anatar hubiera preferido decir que resolvió aquel misterio grabado en piedra con facilidad, sin embargo, no fue así. Tras un par de horas con el ceño fruncido, dijo con duda:— Mellon.

Las piedras crujieron ante ella, se rasparon unas con otras con aspereza, proclamando así el largo tiempo que habían pasado en el olvido. Sus pies la hundieron en la profunda oscuridad de la mina, en sus entresijos y, entre vertiginosas escaleras que se perdían en las profundidades, el mineral del mithril atraía sus ojos con asombro. Tan resplandeciente como las estrellas, vetas descubiertas al alcance de sus manos, que con presteza habían sido abandonadas por el terror. Pues, en lo más profundo de Moria había despertado un ser tan antiguo como lo eran los astros y, se había llevado consigo, la historia de toda una raza.

El repiqueteo del hierro de unas botas la detuvo, pues su armadura era enteramente de cuero, tan silenciosa como el murmurar de un elfo de los bosques. Sus ágiles dedos tomaron una flecha del carcaj, de plumas rojas y afilada punta.

Su propio corazón se ralentizó, dejando un tenue latir y una imperceptible respiración que no agitaba la más mínima brisa del aire. Sigilosa, Anatar se arrimó a la escarpada pared a su espalda y, el titilar de una antorcha próxima, le hizo tensar al fin el arco. Una figura menuda se vislumbró al poco tiempo, tan poblada de pelo que no alcanzaba a encontrarle los ojos. Debía ser sin duda una infame bestia, pues quién osaría adentrarse allí, sino un monstruo o un necio.

— Os rebanaré el cuello si soltáis esa flecha. —Anatar cerró los ojos ante la voz a su espalda, consumida por la frustración y su propia ineptitud— No oléis a troll ni a orco, pero apestáis tanto como mis botas.

Anatar dejó escapar un soplido, pues era la amenaza más divertida que le habían dicho hasta el momento.

— Si bajáis vuestra hacha, enano, —adivinó al encontrar sus facciones en la penumbra— haré yo lo mismo.

Tras dejar de sentir un frío filo en la espalda, cumplió su palabra abandonando la flecha entre sus dedos.

— Vuestro nombre. —le exigió.

— Anatar, hija de Alaran.

Escuchó un gruñido bajo, como si el enano estuviera debatiéndose en sí responder o no con el suyo. Finalmente desistió, encontrando un resquicio de cortesía en su curtida alma.

— Balin, señor de Moria.

— ¿Señor de Moria? —ironizó sin tapujos— He encontrado más cadáveres en estas minas que en los cementerios de Edoras.

Balin sonrió ante el comentario y, en su propio desconcierto, se encontró aceptando la extraña intromisión en sus tierras, pues un guerrero no era de despreciar en tan aciago momento. 

Años atrás, al principio de la Tercera Edad, Khazad-dûm sufrió el infortunio de la ambición, del anhelo por hallar cada vez más riquezas, cada vez a más profundidad. Y, cuando el Balrog despertó tomando las minas como suyas, los enanos, tozudos como las rocas, no cedieron con facilidad. Balin, junto a una comitiva de enanos, dos mil años después de los sucesos, habían regresado para tomar lo que les perteneció hacía tanto. El nivel central de Moria había sido desprovisto de trasgos y bestias el primer año que arribaron, y allí fue donde Anatar se resguardó al amparo de los enanos.

EL AMANECER DEL SOL ROJO ⎯⎯  ᴀʀᴀɢᴏʀɴWhere stories live. Discover now