5 | Un simple no

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RICARDO ORTIZ




La melodía que llega a mis oídos desde la plaza que está afuera del museo no me desegrada tanto como la gerente de seguridad que pasa un cada tanto dando órdenes a los vigilantes y mirando feo a todos, y eso que odio la música estruendosa y mucho más que la reproduzcan en medio de la calle con esa falta de elegancia que caracteriza a los ciudadanos latinos.

Su cara contraída, con esa mirada altiva me parecen una ridiculez total. Cuando eres un asalariado con jefes no tienes derecho a creer que eres el dueño del mundo.

No me muevo de mi lugar, simulando sumisión. Llevo una semaba trabajando en esta mierda como conserje y definitivamente compadezco a la gente pobre que le ha tocado soportar malos tratos de jefes toca bolas por un mísero sueldo que no alcanza ni para pagarle a la puta más barata del sector.

Y eso que son muy baratas.

Faltan diez minutos para el cierre y quince minutos para que el aseo pase a recoger los desechos de hoy. Parece que el viejo que vende CD's piratas en la plaza cierra su vulgar puesto porque el estruendo asqueroso cesa.

Por fin.

—Un día menos —murmura para sus adentros el compañero que tengo al lado, aun así le escucho claro. Pobre infeliz, la gente crece con la mentalidad de trabajar para otros en lugar de ser independientes y laborar para si mismos. Sin jefes hijos de puta, sin horarios y sin órdenes de mierda.

Pero creo que es la cultura del continente: ser miserables y conformistas.

Se cierran las puertas del Museo Nacional de Arte y me escurro en el pasillo que da hacia la oficina del director con el carrito de limpieza. Camino con cuidado, las cámaras apuntan directo a mi cara y no me apresuro, al contrario, muestro una sonrisa con la que luego puedan recordarme en los vídeos de seguridad al ver que el limpiador nuevo los robó en sus narices.

La tarjeta que permite el acceso a la oficina está en el bolsillo de mi pantalón porque en un descuido pude cogerla de entre la chaqueta de la superiora. Las alarmas se activan con la desaparición de un cuadro en el ala inferior a la vez que entro, y cierro.

«Ya han mordido el anzuelo»

Con esa distracción me van a perder de vista por un momento en la sala de cámaras, lo que me dará algunos minutos extras para actuar.

Lo primero que veo es un escritorio de caoba vacío, no hay papeles encima, pero sí una muy bonita lámpara.

Afuera en el pasillo se escuchan las pisadas de los vigilantes que deben estar corriendo de un lugar a otro buscando al ladrón del cuadro falso que exhibieron como si fuera real. Aun con mi rapidez no tengo mucho tiempo, me agacho debajo del escritorio y muevo el tapete que cubre la entrada al sótano.

Cuando vine a la entrevista para el cargo observé cada detalle y milímetro de la oficina. Antes ya había entrado acá como vendedor de arte, así que pude echar varios vistazos con los que armé la teoría que luego como conserje comprobé: Exhiben réplicas y las antigüedades reales son resguardadas.

Empujo el escritorio hacia adelante, permitiendo que todo el cuadrado debajo quede expuesto. Estoy aquí por una sola cosa.

El collar de Maximiliano I de Habsburgo, segundo Emperador de México, y único monarca del denominado Segundo Imperio Mexicano.

Una antigüedad con un valor incalculable y por la que podrían darme millones. La exhiben en la zona central del Museo, pero al igual que los cuadros, se trata de una réplica exacta.

El tapete se abre hasta cierto punto y volteo hacia la cámara que apunta directo a mi posición. Debo darme prisa.

Saco un bisturí de entre los artículos de limpieza y rasgo la tela gruesa que cubre el escondite de las antigüedades valiosas Mexicanas. Levanto la tapa de madera y allí está la escalera que me lleva al sótano que sirve de almacén secreto.

Santa InfielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora