EL ÁRBOL DE LOS SAPOS

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    Cuenta la leyenda que en las noches de verano,
pueden verse en el monte, ciertos árboles que
emanan una extraña luz. Nunca nadie se animó a
acercarse a ninguno de ellos, y nunca nadie pudo
descubrir cuál era la fuente de su incandescencia.
Algunos ancianos contaban que se debía a que
bajo ésos árboles existían huesos enterrados de
personas que no hallaban paz y querían ser llevados a campos santos. Otros contaban que allí se
encontraban escondidos poderosos tesoros de los
jesuitas, quienes en su huída de las reducciones, los ocultaron en diversos lugares del monte, bajo
determinados árboles, con el propósito de recupe-
rarlos algún día. A Ramón siempre le gustó mucho
más la segunda teoría…
    Habían llegado las vacaciones. El verano no daba
respiro. Las tareas en el yerbal eran agotadoras, y
los fardos de yerba se amontonaban por doquier.
Los trabajadores preferían las tempranas horas
del día y los atardeceres frescos para poder cumplir con sus tareas, pero a veces ni todos los brazos
del pequeño pueblo alcanzaban para terminar con
la faena, por eso el patrón contrataba hombres de
lejanos lugares para que se pudiera cumplir con la
entrega a los secaderos.
    Ramón también tenía su parte. Él, por aquellos
días, se encargaba de llevar agua y alimento a los
peones. Su madre preparaba durante horas, grandes cantidades de empanadas, milanesas y pollo
frito con arroz que luego era llevado por los pequeños para que los hombres que se hallaban lejos de sus hogares pudieran comer y seguir trabajando casi sin descanso. Allí se podían escuchar
extraordinarias historias de los mensú, quienes
dedicaban el corto receso, para soñar con tesoros
que los sacarían, casi por milagro, de aquella vida
de sacrificios mal pagos y largas jornadas de calor
bajo el tórrido sol del yerbal misionero.
    Los trabajadores golondrina eran los preferidos
de Ramón. Se los llamaba así porque sólo estaban
en el pueblo durante el tiempo de más ajetreo, y
luego se iban a otras provincias o incluso a otros
países para ofrecer sus brazos en todo tipo de tra-
bajo. Cosecha de algodón, de vid, siembra de maíz
y tantos otros empleos desconocidas para el resto, quienes se quedaban en el pequeño pueblo durante toda su vida casi sin salir de allí. Ramón soñaba con ser golondrina. Aunque nunca había visto una y nunca supo bien qué eran, sabía que algo tenían
que ver con la libertad. ¡Ser libre! ¡Libre de la escuela! ¡Libre de sus hermanas! ¡Libre de aquel lugar! ¡Viajar, conocer otros sitios, otra gente, otras historias!
    Había llegado al pueblo un hombre alto y forni-
do. Lo llamaban solamente “Don”. Nadie sabía su nombre, y nadie se animaba a preguntarle, aquello hubiese parecido una indis-
creción. Tenía un aspecto rudo. Su rostro estaba
curtido por el sol, sus manos eran enormes, usaba ropa de lujo, y era muy parco en sus opiniones. Casi no emitía palabra. Solía andar por el pueblo con paso despreocupado y luciendo un enorme facón con empuñadura tallada a mano. Usaba un
sombrero negro y un pañuelo anudado al cuello.
Había comprado uno de los mejores caballos y se
lucía con él por las polvorientas calles del pueblucho. Era muy alto desde el suelo de los simples mortales, Ramón lo veía pasar sobre su corcel como si estuviese viendo a un gigante. Los vecinos comentaban mil cosas sobre él. Algunos decían
que había venido de una provincia muy lejana,
más allá de Buenos Aires, (esa distancia para Ramón era incalculable), que no tenía familia y que
era muy rico, que era dueño de grandes estancias
en otras provincias y que seguía trabajando porque le gustaba la vida de golondrina. Otros decían que había matado a alguien con ese facón que orgulloso esgrimía los sábados y domingos, y que le había quitado la fortuna al muerto, y aseguraban
que seguía trabajando para despistar a la policía
que aún lo buscaba por aquel asesinato. Y los más
osados decían que su fortuna la había encontrado
debajo de un árbol “asombrado”. Decían que había luchado durante horas con los espíritus de los jesuitas que los custodiaban de los codiciosos, y que había ganado la batalla contra los
fantasmas de los sacerdotes.
    Ramón trataba por todos los medios de acer-
carse a aquel gigante solitario. Le daba generosas
porciones de comida y le conseguía buen vino para
acompañar el almuerzo. El hombre le daba buenas
propinas por ese favor, ya que en el yerbal estaba
prohibido el alcohol, a veces hasta le llevaba caña, arriesgando más que solamente su trabajo, ya que
la sacaba de su propia casa a hurtadillas de su ma-
dre, quien sin dudas lo hubiese castigado de modo
ejemplar. El hombre, ajeno a estos riesgos, sólo
bebía despreocupado sin siquiera mirar al chiquillo que lo observaba desde lejos con admiración.
Cierto día hubo una reunión de hombres en la
cantina del pueblo, y Ramón no podía faltar. Allí
siempre se hablaba de cosas interesantes y era su
único contacto con hombres de verdad! Se acomodó como solía hacerlo debajo de un aparador de
bebidas detrás del mostrador con una galleta en la
mano y se dispuso a escuchar.
-¿Vieron que la otra vez el Román Benítez encontró
un árbol asombrao?-Dijo uno de los hombres.
-¡Sí, se comenta que allí debe haber mucho oro por-
que dicen que la lu’ es pa’ quedar ciego!
-¡Según Benítez es un árbol blanco del otro lao’ del
Tajamar, y dijo que el fin de semana le va ir a buscar
al tesoro!
-¡Ese hombre está loco!- Dijo el anciano del pueblo.
-Allí no debe haber nada más que fantasmas. Va a ir a
molestar a los muertos! Eso se paga caro!…
-¡Yo creo que va a encontrar el oro noma'!
-¡Yo quiero acompañarlo, pero dijo que no iba a compartir el botín con naides!
-¡Sólo va a encontrar huesos!
-¿Y si encuentra el oro?
-¡Ya veremos! Van a ver que no hay oro. Yo busqué
muchos tesoros en mi vida y acá estoy, pobre como
rata, y ¡sí que me encontré con huesos y fantasmas!
Los hombres discutían y contaban historias de sus extraños encuentros con seres fantasmagóricos que sólo los hicieron huir.
Ramón miraba al hombre alto, quien no emitía
opinión. Nadie se animaba a preguntarle nada,
sólo un niño podría hacer esa pregunta tan indiscreta, y allí había un niño sumamente curioso.
-¿Y usted qué opina Don? ¿encontrará algo Don Benítez?
-A lo mejor… - fue toda su respuesta y para Ramón fue suficiente. Allí había oro, sin dudas, había que ver, había que ir a espiar a don Benítez y descubrir ese misterio.
    La semana pasó larga y aburrida. Ramón esperaba la llegada del fin de semana como esperaba a los
reyes que nunca pasaban por su casa. Él le había
contado su propósito de espiar al intrépido hombre, a su amigo Roberto Carmona, un muchachote
algo bruto y de muy mal genio, pero de un tamaño
considerable y una fuerza increíble. Era unos años
mayor y siempre andaba buscando problemas con
cuanto chico quisiera medir sus fuerzas con él.
Pero Ramón sabía que era fácil de manejar, con
su inteligencia. Lograría que Roberto cavara un
pozo profundo y hallara el tesoro por él. Repartir
el botín sería cosa sencilla, después de todo segu-
ramente el tesoro sería tan abundante que alcan-
zaría de sobra para comprarse una bicicleta para
cada uno y por lo menos unas cuantas raciones de
mortadela y gaseosa Bolita en el almacén…
Al caer la tarde, los jovencitos estaban listos para
perseguir con sigilo al buscador de tesoros, quien
partió en su caballo cargando palas faroles y bolsas de arpillera. Iba acompañado de su hijo mayor, otro muchacho grande y bruto como Roberto.
-Si éstos encuentran el tesoro, yo los mato a los dos y
se los quito,- anunció Roberto. Ramón por primera
vez sintió miedo y arrepentimiento de haber llevado a ese loco como compañero de aventura.
-¡Pará che! Seguro que se van a cansar de cavar y
se van a ir para a volver mañana, pero mañana no
habrá tesoro, porque nosotros vamos a quedarnos a
terminar el trabajo.- dijo Ramón con voz tranquila
y segura.
-Más vale, porque ¡yo los mato, eh! ¡Y no te haga’ el
loco porque te mato a vos también eh!
Ramón sintió un escalofrío porque conocía bien
a ese muchacho y sabía de su mala disposición con
quien se animara a contradecirlo.
-Bueno, vamos a ver qué pasa, después decidimos…
Por primera vez Ramón sintió el deseo de que allí
sólo hubieran huesos y fantasmas y ningún oro,
ya que comenzaba a sospechar que Roberto tenía
una decisión tomada: matar a quien se interpusie-
ra entre él y aquel incalculable tesoro jesuita.
Anduvieron un buen rato siguiendo el rastro del
caballo, hasta que ya entrada la noche oyeron las
voces de los hombres que se disponían a encender
sus faroles y a preparar sus palas. Ramón vio al fin
al árbol, “asombrado”. Era un enorme nogal seco,
su madera estaba blanca como el algodón y sus ra-
mas huesudas amenazaban con caer sobre quien
osara tocarlas.
Padre e hijo comenzaron a revisar el terreno.
Golpeaban el árbol y pisoteaban con rudeza el sue-
lo para detectar si había alguna variación en el te-
rreno que les indicara que allí la tierra había sido removida. Hicieron esa danza durante un largo
rato, mientras los jovencitos espiaban detrás de
los árboles en la seguridad de la oscuridad total
que envolvía al monte. De pronto decidieron dejar
la ceremonia inútil y comenzaron a cavar caprichosamente alrededor del enorme árbol, el cual se
bamboleaba amenazante sobre las cabezas de los
buscadores de tesoros. Después de hacer muchos
hoyos y de no hallar nada interesante, tomaron la
sabia decisión de volver a su casa para seguir probando suerte con la luz del día. Ramón seguía rogando que no hubiese tesoro, temía por su vida al mirar los encendidos ojos de su peligroso amigo.
-Che, si encontramo el oro, yo no quiero mucho eh!,
sólo un poco para poder comprarme una bici.
-Vo’ callate, ya veremos qué te doy.
-Bueno, si no queré’ no me des nada, yo te ayudo gra-
tis…
-Vamos a ver. Cerrá la boca que nos van a descubrir.
Ramón hubiese querido irse detrás de los prime-
ros cazadores, que iban a caballo y llevaban una es-
copeta, y que estarían pronto en su casa, mientras
que ellos sólo tenían una pala medio rota y unas
velas que habían sacado de sus casas y seguro la
vuelta sería complicada por la oscuridad y las bestias que salían por las noches.
    Cuando los Benítez estuvieron lejos, Roberto
prendió una vela.
- Ahora vamo’ a cavar nosotros.- Y diciendo esto
empujó a Ramón dentro de uno de los pozos que
había quedado abierto y le arrojó la pala.
-¡Dale! yo saco la tierra, acá dejaron unos baldes,
¡cavá!- Fue la orden. Y allí Ramón vio cómo sería su final: hallando el oro para ese loco y enterrado
vivo en su propio pozo de donde seguramente sa-
carían el preciado metal. El pozo ya estaba bastante profundo, y cubría más de la mitad del cuerpo
del pequeño.
-¡Quiero descansar! ¿Por qué no seguís un rato vos
y yo saco la tierra?- Dijo con la esperanza de poder
huir de aquella tumba. Sabía que si en aquel lugar
se veían luces en el futuro, no sería por el tesoro
jesuita sino por sus propios huesos buscando descanso en el campo santo…
-¡Seguí maricón! ¡Qué va’ llora’ ahora!- Gritó el
otro, tirándole una bolsa con tierra en la cabeza.
De pronto, algo hizo un terrible ruido bajo la
pala. Parecía que había chocado contra algo firme
y hueco que sonaba como madera.
-¡El tesoro!- Gritó Roberto. -¡Soy rico!. Ramón
comprendió con horror que no saldría con vida de
allí. Quiso gritar, pero la voz se le hizo un nudo en
la garganta.
-¡Dale infeliz!- Gritaba el más grande blandiendo
un enorme palo que había cortado del peligroso
árbol que prometía caerse en cualquier momento.
-¡Pará Roberto, el árbol se va a caer!
-¡Que se caiga! Gritaba y reía frenéticamente y
comenzó a golpear con más fuerza al pobre árbol
quien hacía chirriar sus secas ramas como invisi-
bles dientes llenos de furia. De pronto una de las
ramas cedió y cayó estrepitosamente sobre el pozo.
Ramón quedó cubierto por ellas y apenas podía ver
por dónde podría salir. Pero el verdadero terror se
apoderó de él, cuando del brazo muerto comenza-
ron a caer enormes sapos rojos. Gigantescos sapos rojos. El enloquecido amigo seguía golpeando el
árbol y gritando como poseído mientras Ramón
apenas podía respirar y trataba entre ahogados
sollozos de salir de su prisión de codicia.
A medida que los sapos caían sobre el piso del
pozo Ramón podía sentir el crujido de la madera bajo sus pies, y pensó “si el cajón del tesoro se
rompe, no voy a salir nunca más”. Apoyó la pala
contra la pared y sin saber de dónde, apareció una
agilidad que nunca había estrenado, pisó el mango
de la pala y voló hacia el exterior del hoyo. Roberto
estaba rodeado de sapos que se metían dentro de
su camisa y trepaban por su cuerpo como si estuvieran tratando de derribarlo. El pequeño asustado no se quedó para ver cuál sería el final de la escena, y comenzó a correr por la oscuridad sin rumbo fijo. Sin saber cuántos árboles asombrados cruzaron frente a él, ni cuántos fantasmas trataron de
detenerlo en su loca carrera, continuó corriendo,
no había nada capaz de detenerlo ni de asustarlo
más que la escena que dejaba atrás. Corrió hasta
que pudo ver hacia el oeste las lánguidas luces del
pueblito que ya tenía ganas de despertar. Atrave-
só aquellas interminables calles rojas como quien
acababa de venir de una pesadilla de pozos y sapos
cayendo por doquier. Llegó a su casa. Su hermana
ya estaba levantada, quería preparar el desayuno
temprano para poder después ir a la misa de las
6 con su novio. Ni se percató de la intempestiva
entrada de su hermanito menor.
-Ya va a estar el desayuno…- dijo distraída.- Pero
Ramón sólo quería esconderse bajo la cama de su
madre o si fuera posible en otro pueblo u otro país.
Sabía que Roberto lo buscaría incansablemente hasta dar con él y convertir sus huesos en luz de
árbol “asombrado”.
Pasó varios días fingiendo una extraña enfermedad, que le valió varias compresas y más de una
sangría con enormes sanguijuelas, hasta que supo
que el pueblo estaba alborotado: los Benítez habían encontrado enterrado en el monte el cadáver
de un antiguo vecino que había desaparecido hacía años. El que también había desaparecido era
Roberto y nadie sabía de él, se habían preparado
expediciones al monte para buscarlo. Hasta que
después de una semana de intensa búsqueda el gigante “Don” halló el cuerpo hinchado y desfigurado del pobre loco, quien en la oscuridad no había podido encontrar el camino a casa y seguramente habría muerto de miedo o atacado por alguna fie- ra, su cuerpo no daba mayores pistas ya que las
alimañas habían colaborado con la destrucción de
las evidencias, pero sólo Ramón sabía que en aquél
fatídico lugar los sapos habían acabado con él.
Muchos años después, un grupo de investigadores encontró en el monte misionero reliquias pertenecientes a los jesuitas que huían de las reducciones y escondían sus tesoros más preciados bajo
determinados árboles. Cruces de madera talladas
por los indios, vasijas de barro, misales, estatuillas
talladas en quebracho y documentos de incalcula-
ble valor histórico, pero que seguramente a Ramón
no le hubieran servido para comprar su bicicleta.

Historias Contadas Por Mi PadreWhere stories live. Discover now