Capítulo 5.

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Tras haber llevado a James con su madre, Anthony cogió al pequeño que tiritaba en sus brazos y a la duquesa y los llevó a paso ligero hasta la casa de campo. El rio Derwent discurría entonces tranquilo a sus espaldas, ajeno a lo que acababa de pasar con el niño y tan en reposo como lo había estado desde hacía siglos. James empezó a calmarse en los brazos de su hermano cuando subían los escalones de piedra que comunicaban la parte trasera de la casa con la terraza. El joven miró a su hermano y a su madre y frunció el ceño, mirando por encima del hombro de Devonshire.

En un susurro, el niño hizo una pregunta que resultó tan inaudible a su madre y su hermano que tuvo que repetirla.

-¿Dónde está Annabela?

Anthony dejó de caminar y se dio la vuelta en redondo. No se había fijado en otra cosa que no fuera su hermano desde que lo habían sacado del maldito rio y no se le había ocurrido ni siquiera mirar hacia atrás.

Poniendo al pequeño en brazos de la de la duquesa, prometió volver con su protegida.

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Una vez que el niño había estado a salvo en los brazos de Devonshire, él y su madre habían salido corriendo hacia la casa para encargarse de él. La habían dejado atrás.

En realidad, Anna sabía que no habría podido seguirlos aunque hubiera querido, ya que al intentar ir en ayuda de su hermanito, la pierna se le había enganchado en una rama y al tirar de ella se había herido. No lo había notado mientras Devonshire y ella sacaban a James del agua, pero al intentar ponerse en pie para seguirlos, solo había conseguido que su pierna no respondiera y por consiguiente había acabado en el suelo, conteniendo las lágrimas.

Los Mallory tardarían en darse cuenta de que ella no les seguía y Anna sentía un ardor tan inmenso en la pierna derecha que le resultaba imposible no retorcerse de dolor. Como pudo, se arrastró de vuelta hasta el rio para lavar la herida, pero no pudo reprimir un grito de horror al verse la pierna.

La sangre manaba por una incisión en su carne, desde la rodilla hasta un poco por encima del tobillo, y que llegaba hasta el hueso.

Mientras rociaba su maltrecha pierna con agua, apretaba los dientes, con los ojos cerrados para contener las lágrimas que sin duda ya estarían corriendo por sus mejillas y que se estaban mezclando con el sudor frio que escurría por su frente.

Una vez la herida estaba relativamente limpia, se desplomó sobre su espalda en el lecho del rio, esperando a que algo pasara.

No tardó en escuchar que alguien la llamaba, junto con las decididas zancadas del dueño de esa voz.

Reunió las escasas fuerzas que le quedaban para levantar uno de sus brazos a la vez que respondía con voz trémula.

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El camino hacia el río Derwent estaba completamente desierto. Anthony se estaba dejando la voz llamando a Annabela pero no oía ninguna respuesta. Ya iba a darlo por perdido y desandar el camino para ver si había llegado a casa mientras él no estaba, cuando oyó un susurro a su izquierda y cuando se giró vio la pequeña mano de la muchacha llena de sangre. El aire abandonó sus pulmones.

Se fue acercando poco a poco para evaluar la situación y no vio de donde manaba la sangre que ella tenía en las manos. Cuando alzó la vista a su rostro, todo rastro de tranquilidad dejó su persona. Annabela tenía la cara sonrojada y sudorosa, con los ojos febriles y los labios resecos, lo miraba como si pensara que era una alucinación y no que estuviera allí de verdad. Fue bajando la vista a lo largo de su cuerpo y siguió sin ver herida alguna. Su pecho subía y bajaba, apretado contra el recatado escote del vestido negro, temblaba descontroladamente, pero la única parte de su cuerpo que no se movía era una de sus piernas. Cuando miró hacia allí, deseó no haberlo hecho: carne desgarrada y sanguinolenta asomaba entre los pliegues de su falda y ya empezaba a mostrar signos de infección. La piel alrededor de la herida estaba tirante y roja.

Algo se apoderó de él, cogiendo en brazos a Annabela, que para entonces no era más que una muñeca desmadejada a la que le habían cortado los hilos, comenzó a andar lo más rápido que el peso de la muchacha envuelta en tela mojada le permitía. Estando cerca de la casa empezó a gritar por ayuda, los criados que les habían visto llegar acudieron diligentes a hacerse cargo de su señorita, pero él no la soltó en ningún momento, en cambio, rugió:

-Quiero aquí al primer maldito médico que encontréis, ni se os pase por la cabeza tardar más de quince minutos, porque entonces iré yo y traeré al doctor a rastras.

Ninguno de ellos cuestionó la orden de su nuevo señor y tras lanzarle miradas llenas de compasión a Annabela, corrieron al pueblo.

Anthony subía las escaleras seguido por un numeroso séquito de criadas cargadas con toallas limpias y cubos de agua fría y caliente. Al llegar al rellano, su madre llegó corriendo hacia él, blanca como la cera y apretando las manos entorno a uno de los juguetes de James.

-¡Por Dios bendito! ¿Qué le ha pasado, Anthony?

El, lejos ya de poder concentrarse en algo que no fuera la puerta de la habitación de Anna, le hizo un gesto a su madre, para que lo siguiera dentro.

Una vez ella estuvo tumbada en su cama, envuelta por almohadas, las criadas comenzaron a cortar el horroroso vestido de rígida tela.

-¡No voy a permitir que se vuelva a poner un vestido de esos!- rugió Anthony, tirándose del pelo-. ¡Mañana mismo los voy a quemar todos y cada uno de ellos, maldita sea!

Su madre se acercó a él, puso una mano en su hombro, intentando tranquilizarlo.

-Hijo, creo que será mejor que te vayas... Cuando venga el doctor, se encargará de todo, estoy segura. Pero no es apropiado...

Su hijo la cortó, harto de lo que era apropiado o no.

-He vivido en aras de lo apropiado desde que tenía dieciséis años, madre. No pienso irme y no pondré como excusa algo tan pobre como la decencia lo es hoy en día para un Lord inglés.

Madre e hijo, mirándose a los ojos, permanecieron largo tiempo en silencio, midiéndose uno a la otra.

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El doctor Hemingway llegó en cuanto el sol tocaba los límites del horizonte. Anna temblaba mientras su pálida piel se encontraba cubierta de sudor frio, mojando las sábanas. Anthony no dejaba de dar vueltas a los pies de su cama, enfriando las compresas que ponía en su frente para mantener su temperatura mientras esperaban a que llegara el doctor. Ya habían tenido que cambiar la ropa de cama un par de veces por estar saturadas de la sangre que su pierna derramaba. El señor, de unos setenta años y con la clara dolencia de la gota, llamó a la puerta de la habitación y entró renqueando. Se acercó a la cama donde yacía Annabela. Lo primero que hizo fue mandar a las criadas a por toallas, agua y un poco de esencia de Opio.

-¿Para qué necesita la esencia de opio? -preguntó Devonshire horrorizado.

-Aquí el medico soy yo, y si como su madre me ha informado, se niega a dejar la habitación, usted me va a dejar hacer mi trabajo. Y en silencio, milord.

Anthony suspiró, iba a ser una noche muy larga.


Lord and Lady DevonshireDonde viven las historias. Descúbrelo ahora