Capítulo 3: Corre.

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Corre.

Saskya Armand.

Recuerdo la noche en la que mi madre me pidió que corriera sin mirar atrás, que a pesar de lo que escuchase y sintiera, no mirase hacia atrás, recuerdo perfectamente como no le hice caso.

Fue entonces cuando la ví.

Una mujer, pelirroja como yo, viéndome desde la puerta de la que era mi casa, sus manos estaban envueltas en fuego y su cabello igual, unas alas salían de su espalda, sus ojos eran completamente rojos a excepción de un punto negro en el centro, tenía una sonrisa macabra, por la comisura de su boca bajaba lo que pude reconocer como sangre la cual también goteaba de sus colmillos.

Yo no sabía que era.

Cuando le conté a mi madre lo que había visto, no quiso creerme, me dijo que era mentira y que si seguía contándole cosas sin sentido me iba a castigar hasta que cumpliera cien años.

Yo era una niña, creí que de verdad iba a castigarme, así que calle, desde esa fatídica noche no había vuelto a ver a esa mujer.

Hasta hoy.

—No mires atrás —me recordó Dorian apretando mi mano, no sé en qué momento dejó de sostener mi muñeca para entrelazar mi mano con la suya.

Apreté la mano de Dorian con fuerza mientras corríamos, no sabía a donde íbamos, solo que los perros del infierno comenzaban a acercarse y si lo hacían demasiado podríamos sufrir una de las peores muertes para una criatura: quedarnos sin alma.

Son seres tan despiadados que su mayor motivación es acabar con las almas de las criaturas en cuestión de minutos, los dejan sin vida, sin mente, pueden durar unos cuantos días, pero cuando pasan cosas como estas, es mejor asesinar que dejar sufrir.

—¿Por dónde? —pregunté cuando nos detuvimos en una Y que conduce a dos caminos diferentes.

—No lo recuerdo —dijo nervioso.

Lo miré exaltada.

—¿Cómo que no lo recuerdas? —pregunté enfadada—, se acercan, sabes lo que pasa si llegan a ponerse frente a nosotros.

Dorian miró los dos caminos, pero los perros del infierno ya estaban demasiado cerca, él fue a la derecha y yo a la izquierda, el peor error que pudimos haber cometido fue separarnos.

Sin poder evitarlo recordé la noche en la que huímos de los rebeldes y terminamos en uno de sus campamentos, eso hizo que corriera más rápido, hasta el punto de casi desmayarme.

Me detuve en un punto oscuro del bosque, respiré profundo intentando calmarme, saqué de mi cinturón una daga, siempre la llevo conmigo ya que me la regaló mi padre. No hay mucha luz, no se escuchan perros, solo hay silencio, uno agobiante y malditamente largo.

Solté un suspiro de alivio, pero me quede quieta cuando sentí una respiración fuerte detrás de mí, giré con lentitud hasta que lo ví, un perro del infierno, tiene dos cabezas, es más alto que yo, su baba cae al suelo en grandes cantidades, me gruñó y comenzó a acercarse más a mí.

Mi vida pasó delante de mis ojos, ¿voy a morir a causa de un perro del infierno?

Cuando sentí que era mi fin, el perro se sentó en sus patas trasera e inclinó sus dos cabezas hacia mí, solté un jadeo, esto es un signo de respeto, pero, ¿por qué? Miré a todos lados, no pude distinguir mucho, excepto a esa mujer, lleva el cabello más largo que la última vez, tiene una sonrisa de maldad, sus ojos están rojos con un punto en el centro.

Sentí un escalofrío, su mirada fue a mi muñeca, donde se encuentra la pulsera que mi madre me dio, ella negó en repetidas ocasiones.

—Ignis puella —murmuró en latín, no sé mucho, pero pude traducirlo.

El legado de la Luna. Libro 2. (EN PROCESO)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora