I. Silencio

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El mar de estrellas... ¿Qué sería de los cuerpos celestes sin ese contraste que los enaltece...? La luz entre lo blanco se pierde; no es hasta que la oscuridad lo consume todo que las estelas destacan entre la inmensidad.

Él coloca la palma sobre el frío cristal delante. Sus ojos ambarinos reflejan las nebulosas fluorescentes que se hallan en la lejanía. Si moviera su mano en el ángulo correcto, podría ocultar las estrellas y sumirse en la negrura del espacio. Es el mismo principio que tapar el sol con un dedo, ¿verdad? Es sabido que eso que se quiere ocultar, sea lo que fuera, seguirá estando allí aunque no se quiera ver.

Por otro lado, también podría pensarse que de esa forma la inmensidad del espacio está al alcance de la mano y que él es el artífice de su propia realidad. Él focaliza sobre lo que quiere, como quiere y cuando quiere. Una postura más asertiva, sí.

Las perspectivas pueden simplificarse como ser víctimas del hado o victimarios del destino.

Sin embargo, en este preciso momento de su existencia, el trazacaminos Caelus no está pensando en ninguna de esas dos posibilidades.

Sus reflexiones son, tal vez, un poco menos profundas y más autodestructivas.

¿Qué es el universo sino una infinita nada? Un vacío inalterable en su naturaleza cambiante, donde lo habitual es el movimiento constante. En su mutabilidad, permanece inmutable.

Por no ir más lejos, todo lo que puede verse a través de las ventanas del Vagón panorámico es una ilusión. Un millar de las estrellas que se distinguen muy probablemente no son más que luz residual que aún viaja por el infinito, pese a que su fuente se extinguió hace millones de años.

¿Y qué es él sino un simple recipiente creado con el único propósito de albergar un Stellaron? Un peón sin pasado; la luz residual de una algo que murió tiempo atrás...

—¿Intentando atrapar las estrellas otra vez? —Su voz cantarina lo rescata de la vorágine de sus pensamientos sin pedir permiso.

Caelus parpadea y la encuentra sin querer buscarla. De perfil, parada junto a él con la vista clavada en la inmensidad, Siete de Marzo parece transitar una realidad que no es la suya. Su aura es brillante y alegre; sublime en el sentido inalcanzable. En ese momento se traza una dicotomía entre los dos y por primera vez la ve realmente lejana.

—Lo siento, Marzo —Se disculpa él, rascándose la cabeza. En su voz se destaca un dejo de incomodidad—, hoy no estoy muy-...

—Ah, ah, ah —Niega Marzo moviendo su dedo índice delante de él—. Nada de caras tristes en mi turno. Ven conmigo, te voy a sacar a pasear.

Ella deshace la distancia entre los dos y sin siquiera esperar su respuesta, tira de la manga de Caelus. Ella comienza a correr y él no opone resistencia. Una parte de él no cree que este sea el mejor momento para vagar sin rumbo como siempre. Por otro lado, reconoce que hundirse en su miseria tampoco le traerá nada bueno. Da igual, ignorar su malestar es algo que le sale natural.

Caelus sigue los pasos de Marzo en principio por inercia, sin despejar la vista de sus pies. Las pisadas de ambos se oyen apagadas sobre la alfombra aterciopelada del Expreso y le es imposible evitar divagar sobre lo cansado que se siente de huir. ¿Pero qué más puede hacer cuando todo mundo dispone de él como un muñeco de trapo?

«O un perro, más bien, porque a los muñecos no se los saca a pasear. En fin, los dos conceptos remiten a lo mismo. La cuestión está en...» y sus pensamientos continúan en espiral.

Entretanto, Marzo se detiene un segundo para abrir la puerta que da al exterior e inmediatamente después, una brisa fría acompañada de la luz radiante de las calles se cuela al interior del tren.

Amnesia anónimaWhere stories live. Discover now