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Eres una especie de espectáculo.
Encorvado en el pasillo del hospital, con tus calvins y calcetines y nada más. La Sala de Emergencias del Presbiteriano de Nueva York está peligrosamente abarrotada, la gente entra y sale de las salas cerradas con cortinas y emite pitidos de alarma y gemidos bajos.
Una enfermera te había colocado un cabestrillo en el hombro, te colocó una bolsa de hielo industrial en la palpitante hinchazón de la clavícula, te limpió un poco de sangre de la cara, el costado y las manos y luego te dejó en la cama. Tu teléfono no está, probablemente en algún lugar del puente de Brooklyn.
Duele. Realmente duele, ahora que el shock y la adrenalina han dado paso a un agotamiento hasta los huesos. Todavía no tengo drogas, ni siquiera he sido visto por un maldito médico: el choque múltiple fue extenso, toda la sala de emergencias estaba llena de pasajeros ensangrentados y magullados.
Parece que es solo tu clavícula la que está rota. Al menos, se siente roto. La enfermera lo tocó, siseó y murmuró algo sobre una radiografía antes de que él echara a correr hacia un pitido que sonaba urgente por el pasillo. El dolor se irradia hacia arriba y hacia abajo de su brazo izquierdo.
Más de una hora ahora, sentado en un catre en el pasillo. La cena debe estar a la mitad ahora. Te preguntas, a medias, qué tan enojado está Pedro. Cuánto tiempo esperó fuera del Museo de Historia Natural antes de darse por vencido e ir solo al acto benéfico. Se suponía que Oscar y Elvira estarían allí, así que al menos no estaría completamente solo. Pero aún. No podrías avisarle sin un teléfono.
Con los ojos cerrados contra los brillantes fluorescentes, intentas respirar profundamente, concentrándote en el mordisco del hielo plástico contra tu piel desnuda. No tengo idea de cuándo te dejarán ir, pero estás fantaseando con irte a la puta casa. Parece que tal vez deben suceder muchas cosas entre ahora y entonces.
