—Deja de mirarme así, me das miedo.

—No debería. —Sonríe con maldad. Le encanta ponerlo nervioso.

El chico detallista se ruboriza y presta toda su atención en teclear el número de la tarjeta sin equivocarse. Sara se siente un poco culpable. Siempre está ahí, incluso cuando no lo necesita. El problema es que todavía no discierne si lo hace para acostarse con ella o si lo haría igual sin sexo en la ecuación, solo por puro aprecio. Sara odia a la gente interesada. En especial a los hombres que escudan en amistad su naturaleza de buitres. No quería arriesgarse a descubrir que Diego era uno de esos buitres. No soportaría una sola pérdida más.

—Podríamos haber pagado un taxi. Seguro que nos hubiera cobrado menos.

Diego levanta la vista ante su comentario, más o menos casual. Aprieta a Sara contra la máquina, aprovechando el tiempo que tarda en escupir el ticket. El regalo de bienvenida se espachurra entre ambos.

—Quiero llevarte yo a la madriguera que sea que has elegido, conejita.  —Se acerca tanto que teme represalias. Pero las expectativas de contemplar las reacciones de Sara en persona en vez de a través de una pantalla son superiores al miedo.

  —¿Esto lo has ensayado?

Sara está tiesa como un palo. Ha conseguido interponer la maleta entre los dos, aunque solo de torso para abajo. Nota las orejas ardiendo y eso le fastidia muchísimo. Le fastidia que Diego, aún haciendo cosas tan ridículas como llevarle peluches o decirle frases forzadas, tenga ese poder sobre ella. Una sacudida en el pecho la avisa de que su chófer tiene intención de meterle la lengua hasta la campanilla y carece de espacio para esquivarlo. Además, tampoco está segura de que quiera esquivarlo. Por suerte, las voces de unos niños extranjeros cohíben a Diego, que se separa y agarra la tarjeta, en un gesto de disimulo.

—¿Cuántas veces tenemos que besarnos para que empieces a dejar de tratarme como un desconocido?  —le pregunta, un poco molesto.

—Revolcarnos en un sitio así de lúgubre no es lo más romántico del mundo.

—Pero si te encantan los sitios lúgubres.

—Preferiría que no olieran a meado de borracho.

—Ah bueno, como contigo no funcionan los peluches pues he probado algo más radical.

Diego jamás admitirá que pensar en ella ha provocado que se le olvide dónde había aparcado su coche nuevo, comprado tras meses de ahorrar las propinas del antro de modernos de Malasaña en el que le contrataron por llevar, precisamente, tatuajes de niñato. Era increíble la fina línea que suponía pasar cierta parada del metro. En una se alejaban de él por si vendía drogas y en otras le podrían confundir con un modelo de ropa surfera en una ciudad donde lo más parecido a la playa es el mortífero embalse al que una vez intentó llevar a Sara de cita romántica y, por supuesto, se negó. Activa la llave del coche con disimulo, solo por si acaso está cerca y las luces de los faros le ayudan a encontrarlo.

—Te has perdido, ¿verdad?

—No. Solo estoy haciendo tiempo para pasar más rato contigo porque sé que no me vas a invitar a tu hotel.

—¿Tu coche es rojo?

—Sí, ¿cómo lo sabes? Es nuevo.

—Está ahí.  —Señala con la barbilla la hilera de detrás. La estrategia de la llave funciona y Sara también la conoce.

Diego carraspea, algo ruborizado. Se acerca a su coche con toda la dignidad posible y abre el maletero. Sara permite que guarde sus cosas. Lo observa, de brazos cruzados, apoyada contra la carrocería.

Yo nunca (extra de EVDLZ)Tempat cerita menjadi hidup. Temukan sekarang