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Alfonso entró en la casa y oyó el maullido de las crías, lo que le pareció extraño ya qué, normalmente, no hacían ningún ruido. Dejó el portafolios en una silla de la cocina, salió al cuarto de estar y vio a las crías en la caja, pero no a la madre.

Buscó por toda la casa, pero no había rastro de la gata. Pero la ventana que había dejado entreabierta para que se ventilara la casa estaba más abierta y la rejilla estaba fuera, en el suelo.

La gata se había marchado.

Lanzó una maldición y miró la caja con las crías. ¿Habría abandonado a su familia? No necesitaba más problemas, pensó mientras agarraba el teléfono, y fue cuando se dio cuenta de que no tenía su número de teléfono.

Tres minutos más tarde estaba marcando. Sus programas de seguridad, junto con un buen ordenador y conexión de Internet, le permitían encontrar a cualquier persona en cualquier parte del mundo.

—¿Sí?

Alfonso frunció el ceño. La voz no le resultaba familiar.

—¿Anahí?

Oyó un sonido nasal seguido de un tembloroso:

—Sí.

Algo le pasaba. No quería saberlo, pero sabía que debía preguntar, era lo correcto. Al demonio, pensó unos segundos más tarde.

—Soy Alfonso.

Anahí emitió un sonido semejante a un sollozo.

—¿Qué pasa? —preguntó ella con voz espesa, una voz que a él le pareció de llanto—. No me llamarías si no te pasara algo.

Anahí había dicho la verdad y eso le gustaba.

—La gata se ha marchado.

—¿Jazmín?

—Sí, Jazmín. He dejado la ventana abierta para que entrara aire y la gata ha conseguido tirar la rejilla y se ha escapado. Las crías no hacen más que maullar y yo no sé qué hacer.

—No dejar la ventana abierta es lo mejor que podías haber hecho —dijo ella con voz queda—. Ahora mismo voy.

Anahí hizo lo que pudo por recuperar la compostura, no quería que Alfonso pensase que había llorado por él. No lo había hecho. Sus problemas no tenían nada que ver con Alfonso. Pero los hombres eran tan arrogantes que seguro que era lo primero que él pensaría.

Aparcó el coche y, con el último pañuelo de papel que le quedaba, se secó las lágrimas. Luego, se sonó la nariz y tomó aire. Prefirió no pensar en su aspecto. Lo importante era encontrar a Jazmín.

Salió del coche, lista para llamar a la gata; pero antes de poder pronunciar una palabra, Jazmín salió de entre unos arbustos y maulló.

Anahí se agachó y le acarició el lomo.

—¿Necesitabas pasar un rato a solas? —le preguntó Anahí —. ¿Te estaban cansando tus hijos?

Jazmín volvió a maullar y se frotó contra ella. La puerta de la casa se abrió. Anahí se enderezó y se preparó para recibir el impacto de la presencia de Alfonso. Ese hombre era muy guapo. Era un hombre alto, fuerte y parecía dispuesto a enfrentarse al mundo.

—Ha vuelto —dijo Anahí señalando a Jazmín—. Creo que sólo quería estar sola un rato. ¿Has intentado abrir la puerta y llamarla?

—Ah, no. No se me había ocurrido. No tengo práctica con los animales domésticos.

—Eso es evidente.

Alfonso la miró, luego a la gata y, una vez más, a ella. A Anahí se le ocurrió pensar que se sentía algo estúpido. Quizá no estuviera bien, pero eso la hacía sentirse mejor.

Placer InsospechadoWhere stories live. Discover now