-No te enfades -le dijo Andrea mientras salía tras ella a la calle, atestada de turistas y de los clientes habituales de los establecimientos.

Las notas de jazz de un solitario saxofón se escuchaban por encima de la cacofonía de voces, caballos y motores de automóviles; una oleada de calor típico de Louisiana las recibió al salir a la calle.
Intentado no hacer caso del aire, tan espeso que dificultaba la respiración, Lena se abrió camino entre la multitud y los tenderetes ambulantes, dispuestos a lo largo de la valla de hierro que rodeaba Jackson Square.

-Sabes que es cierto -le dijo Andrea una vez la alcanzó-. Quiero decir, ¡Dios mío, Lena!, ¿cuánto hace? ¿Dos años?

-Cuatro -contestó ella con aire ausente-. ¿Pero a quién le interesa llevar la cuenta?

-¿Cuatro años sin tener relaciones sexuales? -repitió Andrea incrédula.

Varios mirones se detuvieron, curiosos, para observar alternativamente a Andrea y a Lena.
Ajena -como era habitual en ella- a la atención que despertaban, Andrea continuó sin detenerse.

-No me digas que tú has olvidado que estamos en plena Era de la Electrónica. O sea, vamos a ver, ¿alguno de tus pacientes sabe que llevas tanto tiempo sin echar un polvo?

Lena acabó de tragarse el trozo de queso y le dedicó a su amiga una desagradable y furiosa mirada. ¿Es que la intención de Andrea era la de gritar a todo pulmón, en plena Vieux Carre, sus asuntos personales a todo humano y caballo que pasara por la zona?

-Baja la voz -le dijo, y añadió con sequedad-, no creo que sea de la incumbencia de mis pacientes si soy o no la reencarnación de la Virgen. Y con respecto a la Era de la Electrónica, no quiero tener una relación con algo que viene acompañado de una etiqueta con advertencias y unas pilas.
Andrea soltó un bufido.

-Sí, vale, oyéndote hablar se diría que la mayoría de los hombres deberían venir acompañados de una etiqueta con esta advertencia: -alzó las manos para enmarcar la siguiente afirmación- Atención, por favor, Alerta Psíquica. Yo, macho-man, soy propenso a sufrir horribles cambios de humor, y a poner caras largas, y poseo la habilidad de decir la verdad a una mujer sobre su peso, sin previo aviso.

Lena soltó una carcajada.
Había soltado de carretilla, en innumerables ocasiones, ese discursito sobre las etiquetas que deberían llevar los hombres.

-Ah, ya lo entiendo, Doctora Amor -dijo Andrea imitando la voz de la doctora Ruth-. Usted se limita a sentarse y escuchar cómo sus pacientes le largan todos los detalles íntimos de sus encuentros sexuales, mientras usted vive como un miembro vitalicio del "Club de las Bragas de Teflón". -bajando la voz, Andrea añadió:- No puedo creer que después de todo lo que has escuchado en tus sesiones, nada haya conseguido revolucionar tus hormonas.

Lena le lanzó una mirada divertida.

-Bueno, a ver, soy una sexóloga. No me beneficiaría mucho que mis pacientes se dedicaran a hacerme experimentar la petit mort mientras echan fuera todos sus problemas. En serio, Andy, perdería el título.

-Pues no entiendo cómo puedes aconsejarles, cuando ni siquiera te acercas a alguien.

Haciendo una mueca, Lena comenzó a caminar hacia el lado opuesto de la plaza, justo frente a la Oficina de Información Turística, donde Andrea había instalado su puestecillo para echar las cartas y leer las líneas de las manos.
Cuando llegó al tenderete -una mesa cubierta con una faldilla de color morado intenso-, suspiró.

-Sabes que no me importaría quedar con un alguien que se mereciera que me depilara las piernas. Pero la mayoría resulta ser una pérdida de tiempo tan evidente que prefiero sentarme en el sofá y ver las reposiciones de Hee Haw.

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