Capítulo 1: Un cadáver sin ojos

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Con seguridad, ese día Alexia no hubiese estado allí de no ser porque Helena se lo había pedido y, más importante, porque tenía la sensación de tener que ir a ese lugar y a ningún otro. Era un sentimiento muy leve, casi no se percata de él. Apareció en su conciencia tímidamente y sin asociarse a nada más. Pese a que no tenía ni una pista de lo que podía significar, decidió tontamente hacerle caso porque había aprendido a no ignorar el futuro.

Helena pateó unas cuantas hojas, las apiló junto al cuerpo del gato. Las miró fijo hasta que una llama apareció entre ellas. Se esparció lentamente prendiendo el pelaje del gato y dejando escapar finas líneas de humo que subían en busca del cielo.

—Que el fuego te sane y el viento te aleje —murmuró como despedida para el gato y comenzó a caminar sin esperar a la otra.

Alexia tiró el palo lo más lejos que su brazo le permitió, cambió de hombro la mochila que llevaba y la siguió a través del arco de la puerta de entrada.

Desde afuera, los paredones manchados de humedad impedían la visión del cementerio. Solo se podía mirar el interior a través del inmenso portón de rejas de hierro, doble hoja que encerraba los cuerpos y las almas de los que habitaban allí. Paradas frente a la reja, escrutaron el interior. Esperaban ver entre las tumbas al resto de los aprendices pero no fue así. En su lugar se encontraron con una mujer mayor y dos hombres bastante más jóvenes que se dirigían pesarosos a la salida. Ya era lo suficientemente tarde como para que quienes habían ido de visita se retiraran. Nadie querría permanecer dentro cuando los últimos rayos de sol se perdieran más allá de los muros que los rodeaban, las puertas se cerraran y no quedase nada vivo allí.

—No tendríamos que habernos separado tanto de los otros —observó Helena.

De camino, ambas habían reducido el paso a propósito para dejar ir a sus apresurados compañeros, con los que abandonaron la Academia y quedarse a solas. Si Alexia no podía pasear a sus anchas por la ciudad, quería disfrutar, al menos, de caminar con Helena. No importaba si tenían mucho de qué hablar o solo avanzarían en silencio echándose un par de miradas fugaces, cualquier cosa era mejor para ella que estar junto al resto de los aprendices.

—No importa, seguro los encontraremos cuando nos demos una vuelta —dijo con la esperanza de que no fuese así.

Avanzaron por un pasillo ancho rodeado de tumbas ubicadas al ras del suelo. Un montón de cuadrados de cemento apenas sobresaliendo de la tierra acomodados entre el pasto, en armónicas líneas rectas. Enmarcándolos, había una fila de cipreses altísimos, tantos que superaban los muros y el sol aún conseguía sacarle destellos a sus hojas. Desde allá arriba, los pájaros que regresaban a sus nidos cortaban el silencio con sus graznidos agudos.

Más allá del jardín fúnebre, se amontonaban los mausoleos descoloridos, formando una larga pared que no invitaba a acercarse y, mucho menos, a entrar en sus estrechos pasillos, oscuros como boca de lobo. Las fachadas de los panteones eran todas diferentes, rompiendo con la perfección simétrica de lo anterior. Moles de cemento macizo con techos a dos aguas decorados con estatuas de piedra pequeñas que representaban ángeles. Aquellos a los que se podía llegar sin adentrarse mucho en los intrincados pasillos pertenecían a las familias más ricas de la ciudad por lo que algunos mostraban los caprichos extravagantes de sus dueños. Las cúpulas talladas con imágenes religiosas, manijas de bronce o plata y algún que otro vitral descolorido. Pese a lo lujosas que podrían haber parecido esas cosas, había algo de lo que no escapaban y que tenían en común con todo lo que se encontraba en el cementerio: ninguna de ellas evadía el paso del tiempo y el descuido.

Sentado en los escalones frente a una puerta de hierro forjado se encontraba un hombre vestido de traje con la cabeza gacha. Llevaba un sombrero y el ala le ensombrecía la cara, por lo que no podía distinguirse la expresión de su semblante; pero, a juzgar por el movimiento rítmico de sus hombros, estaba llorando. Alexia se fijó en él porque era lo único que parecía moverse en el paisaje inerte. No hizo falta que se acercara mucho para darse cuenta que no estaba vivo. El color desaturado de su piel y sus bordes levemente difusos no le serían visibles a quien no le prestara particular atención y, claro está, no fuera una bruja, o al menos, alguien en camino a serlo, como ella por esa época. Aquella era una capacidad que se adquiría con el tiempo y sin mucho esfuerzo. Alexia no había tenido la capacidad de ver fantasmas al final de su primer año de la Academia, cinco años antes.

Cauterio #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora