Lena recordó aquella conversación cuando se asomó por la ventana y vio a los solados correr y entrar a las habitaciones. Se volvió para ver a Judith y descubrió con horror que no estaba. Volvió a mirar por la ventana y la vio cojeando por la calle, como hacía siempre, acercándose a uno de los soldados. Este no dudó un segundo en apuntarla con su arma y dispararle. El grito de Lena hizo que desviara la mirada, pero una vez que el cuerpo sin vida de Judith se desplomara en el suelo, el soldado siguió su camino.

El disparo había despertado a sus compañeros, que también se asomaron. El pánico enseguida cundió en el ambiente. Sabían que iban a por ellos. Lena comprendió, mientras procesaba la abrupta muerte de Judith que Solly tenía razón.

Hizo una maleta con lo poco que tenía y salió de su habitación. Supo que había hecho mal porque todos corrían despavoridos y los menos afortunados recibían disparos. Pronto los cadáveres llenaron el gueto. La gente huía sorteándolos o se escondía en los callejones, contenedores y estancias que quedaban vacías.

Aquello era una cacería.

Durante todo el día, Lena luchó por su vida como nunca antes lo había hecho. Siempre había dependido de sus padres, Solly y a veces Wojtek, al que no había vuelto a ver desde aquella noche que se despidieron. Pensaba en él todos los días y escribía un diario con todas sus vivencias con la esperanza de contarle a su amado todo lo que le pasaba. Entonces abrió la maleta. El diario estaba allí. Para ella, era su objeto más valioso.

No podía buscar a su hermano. Seguramente estuviera trabajando en la fábrica de esmaltes, ajeno a lo que ocurría en el gueto.

Entonces lo vio.

Estaba subido a un furgón con otros compañeros del Judenrat. Solly también la vio. Su mirada, siempre desafiante como sabiendo siempre cómo resolver las situaciones, había desaparecido. Tenía la cara amoratada. Vio a su hermana y la miró a los ojos. Ambos se miraron fijamente. No hacía falta las palabras. A pesar del distanciamiento y la diferencia de estatus, los dos se enfrentaban a una situación inevitable y que cambiaría sus vidas.

Ahí se separaban sus caminos. Sabían que no volverían a verse en mucho tiempo. Como si de un ángel anunciador se tratase, el furgón arrancó y se llevó a Solly mientras los gritos y los disparos seguían sucediéndose.

Cuando ya al anochecer parecía que todo había acabado, un soldado cogió a Lena y la colocó en un grupo. Lena examinó al grupo. Parecían gente sana. Posiblemente no les hicieran daño. Confiaba en que aquello les ayudara a sobrevivir, pero el frío de la noche hizo que algunos sucumbieran. Uno de ellos le quitó el abrigo a un cádaver y otro intentó arrebatárselo. El disparo del nazi, matándolos a ambos disuadió al resto de apropiarse de objetos.

—Ni se os ocurra tocar nada. El que lo haga, se lleva una bala de regalo —dijo el nazi, con una amplia sonrisa. Seguramente esperaba matar más gente, pensó Lena, pero pronto el nazi se llevó una desilusión porque nadie se atrevió a moverse de su puesto. Lena se percató de que el hombre la miraba fijamente y sintió terror. No porque la mirase con desprecio, sino porque podía ver el deseo y la lascivia con el que recorría su cuerpo de arriba abajo. Lena se preguntó qué podría ver en su cuerpo delgado y mal nutrido para que la desease en ese momento. Estaba segura de que si no hubiera habido nadie y estuvieran solos, no habría tenido salida.

Casi prefería la muerte en esos momentos. Lena miró hacia los lados, intentando evitar el contacto visual. El soldado ya había dejado de mirarla. Debía estar atento al grupo no podía perder el tiempo en una zorra judía.

Entretanto, durante toda la noche se seguían oyendo gritos y disparos. Muchos pobres desgraciados que habían intentado esconderse, anticipándose a que se los iban a llevar allí, estaban siendo descubiertos y asesinados por los nazis. Era aterrador. Lena se tapó con su manta y cerró los ojos, pero era imposible dormir, ni siquiera disociar con tiempos mejores. Si había creído que el infierno era la estancia en el gueto, estaba equivocada. Todavía le quedaba por llegar hacia allí.

Ya al amanecer, tanto al grupo de Lena como otros tantos que habían pasado la noche a la intemperie fueron montados en sendos furgones, donde los llevaron a la estación de tren y de ahí, trasladados a un lugar con alambradas, barracones y fantasmas vestidos con un uniforme a rayas. O así los veía Lena, que supo que estaba en uno de esos campos tan temidos por la gente del gueto, del que contaban historias horripilantes y con todos los detalles más escabrosos cuyas fuentes provenían de gente que había escapado y hacía correr la voz.

Después de hacer una eterna fila donde le afeitaron el pelo y, posteriormente le tatuaron un número en el antebrazo izquierdo. Un número que no podría olvidar.

200839

Era la fecha en la que Wojtek le había dado el primer beso.

—Qué ironías del destino —pensó Lena mientras se tenía que poner uno de esos uniformes a rayas que había visto a su llegada, el cual le estaba unas tallas más grande y cuyo hedor a suciedad, humedad y otros fluidos de a saber cuantas personas lo habían llevado antes que ella casi la hizo vomitar. La mirada que le profirió una de las guardianas la obligó a contener las arcadas.

Una vez que llegó a su barracón, constató que efectivamente, acababa de llegar al mismísimo infierno. El gueto a su lado ya podía parecer el paraíso. Al menos en el gueto tenía una cama para ella sola, pero allí compartía una litera sin colchón, con apenas unas mantas raídas con una fila de mujeres que, por la mirada de muchas de ellas, supo que pensaban igual que ella y otras tantas que advirtió que debería tener cuidado, ya que parecían dispuestas a salir adelante de cualquier manera.

En otras circunstancias, Lena no habría podido más y habría roto a llorar desconsolada, pero supo que no iba a servir de nada. Al menos, si quería sobrevivir. Tendría que hacer de tripas corazón y hacer todo lo que estuviera en su mano para asegurarse que iba a salir de ahí. Ya no tenía a Wojtek ni a Solly para que la socorrieran cual damisela en apuros.

Por primera vez en su vida, estaba completamente sola. Notó que la mujer que estaba al lado intentó derribarla de la litera. Lena se volvió y la mujer la observó con los ojos entornados.

No lo dudo ni un segundo. Lena la abofeteó con todas sus fuerzas y fue ella la que la tiró de la litera.

—Como alguien me toque un pelo, juro por Dios que la mato —gritó en alemán y en polaco.

Sus compañeras de litera se apartaron como pudo de ella y la que la había atacado intentó subir de nuevo, pero Lena la volvió a empujar. No debía bajar la guardia ni un segundo.

—Eh, tú, ven conmigo —dijo una de las guardianas que vigilaba el barracón y que había sido testigo.

Lena se dirigió hacia la guardiana, que la agarró del brazo y se la llevó. «Ya está, aquí ya ha llegado mi hora», pensó. La guardiana la llevó a un cuarto y allí la obligó a lavarse, le puso un uniforme más limpio y le dio la primera comida decente que Lena había comido en mucho tiempo.

—Veo que tienes agallas y eres alemana. Lástima que seas una judía de mierda, pero si me obedeces y haces lo que te digo, aquí vas a vivir bien. Es una lástima que caigas, tienes mucho potencial y veo en la mirada que quieres vivir a toda costa —soltó la guardiana.

Lena siguió oyendo a la mujer, que le ofreció un empleo en el campo que le permitiría sobrevivir. Según ella, era una oferta que no podía rechazar. Pero sabía que por el tono, no era una oferta.

Era una orden.

Lena no se lo pensó dos veces. Si quería sobrevivir —no podía negarlo—, debía obedecer a aquella mujer pulcramente uniformada que parecía capaz de matar a cualquiera que se atreviera a desobedecerla. Le tendió la mano, pero esta la rechazó, pero asintió con la cabeza, como si aquello ya sellara el acuerdo que se acababa de establecer entre ambas.

Fuera lo que fuera, supo que pagaría un precio muy alto si con ello iba a asegurarse su supervivencia.

La promesaحيث تعيش القصص. اكتشف الآن