—Mi gente, yo no sé ustedes pero tengo más hambre que un perdido —anuncio mientras sobo mi estómago—. ¿Será que vamos a comer?

—Uy, sí.

—Vamos.

—Por ahí escuché —empieza a decir Yael mientras recogemos nuestros macundales—, que los tequeños de la cantina de Industrial son buenísimos.

—Vos sí sois brollero —bromeo con una risa.

—¿Estudios fáciles y comida buena? Como que me cambio de carrera —dice Juliette en tono jocoso.

—Verga, no es mala idea.

—Todavía estamos en el ciclo básico, nos podemos cambiar.

Me lo pienso solo un segundo y llego a la conclusión de que no quiero estudiar algo fácil. Soy tan masoquista como todos estos payasos que llegan igual de temprano a quemarse las pestañas estudiando. Y lo de los tequeños se resuelve sin dificultad. Solo atravesamos el Pasillo General hacia la facultad de Industrial y hacemos la cola en la cantina.

Yo había estado usando la cantina del Pasillo General todos estos meses, así que me siento extraña rodeada de estudiantes de Industrial que si andan por estos lados, están todos fuera del ciclo básico que son los primeros cuatro semestres. En efecto, nos vemos como carajitos de kindergarten en comparación a esta gente.

Los famosos tequeños resultan ser súper largos y gorditos, así que compro uno solo con una Maltín Polar. No sé si es el hambre pero son los mejores tequeños que me he comido en mi vida. Quisiera más pero sé que otro sería mucho.

—Daya, ¿compartimos uno? —me pregunta Javi de pronto, como si me leyera la mente. Él se comió dos, pero quién soy yo para decirle que no.

—Ay, sí. Todavía tengo hambre.

—Es que estudiar da hambre —comenta Yael mientras se come una papa con queso.

—Unos chamos de los semestres de arriba me dijeron que los estudiantes de Ingeniería tienen fama de tragones. —Erika se tapa la boca mientras habla, como toda una señorita—. Yo pensaba que era echadera de vaina pero es verdad, ahora me la paso hambrienta.

—Yo también. —Juliette hace un puchero—. Creo que estoy ganando peso y todo.

—Es que acuérdense que estamos jartando por dos —agrega Yael con una ordinariez que hace contraste con Erika—, por el estómago y por el cerebro.

—Marico, yo nunca había usado el cerebro tanto en mi vida —gruñe Dimas.

En eso llega Javi con otro tequeño en un plato de cartón nuevo. Se lo balancea en las piernas mientras agarra dos servilletas y lo parte más o menos en la mitad. Yo agarro la que le quedó un poco más pequeña y devoro la comida como si fuera una bestia feroz. Los ojos de Javi brillan ante el espectáculo de poca refinación.

Nada, por esto es que los chamos no me echan los perros, porque me porto peor que ellos.

—Apúrense que ya na' más nos quedan quince minutos —exclama Yael y se atapusa el resto de su tequeño.

Terminamos de comer y recogemos los platos, vasos y botellas vacías a la carrera. Todo el contenido de mi estómago brinca mientras trotamos a traviesa del campus de regreso hacia el Ala A. Me quito el sudor de la frente con el cuello de mi chemise y no la mancho porque ya aprendí mi lección de que no vale la pena ponerse maquillaje. Entre el gallinero del Ruta 6 y el horno de la universidad, lo que hago es sudar todos los días.

Cuando llegamos de nuevo al pasillo del Ala A, vemos un grupo congregado en la puerta de donde tenemos la clase de Cálculo I. Distingo que la mayoría son compañeros de nuestra sección, y entre ellos se encuentran los más sifrinos de todos. Anderson y Andrea parten la multitud como si fuera arte de magia, pero Tomás se queda recostado contra la pared mientras teclea un texto en su RAZR. Pa' variar.

Con la maleta llena de sueños (Nostalgia #2)Where stories live. Discover now