Los que entran son unos hombres como de la edad de mi papá y tienen pinta de venir de una construcción. Sus ropas están llenas de polvo y pintura, y yo mentalmente me despido de lo limpia que estuvo mi ropa hace unos minutos. El bus arranca otra vez, y el sudor de uno de los señores empieza a a traspasar mi ropa.

Vagamente recuerdo a mi hermano echándome vaina de que montarse en la Ruta 6 es salir oliendo a sobaco y lamentablemente creo que tiene la razón. Desgraciado. Y más todavía el hombre este que se me está como restregando mucho.

—Permiso —le digo con tono fuerte. Su espalda está hacia mí mientras conversa con los otros dos sobre algo de una mezcla de cemento chimba, no sé qué. Pero en eso veo completico cómo su mano se estira hacia atrás, abriendo y cerrando y agarrando aire donde antes había estado mi nalga.

Lo que sentí la semana pasada ante los insultos de Andrea se queda pendejo.

—Pero, ¿cómo...? —En resto de la pregunta se ahoga en mi garganta cuando en eso alguien tira de mi brazo desde atrás. Me suelto de golpe, con lo que accidentalmente golpeo al abusador. Pero en vez de hacerle caso al segundo, me volteo hacia el intruso y casi se me cae la quijada.

—¿Javier?

—Ven conmigo —prácticamente grita esto. Mi compañero de clase cierra su mano alrededor de mi muñeca y me aparta del tocón.

A empujones, Javier hace espacio entre la gente hasta el medio del bus. Ahí, me pone contra la pared y se posiciona como escudo protegiéndome de la multitud.

Mis ojos se clavan en los suyos, marrones tan oscuros como los míos. Una gota de sudor baja por su frente hacia la punta de la nariz y él la aparta con un pulgar. Las ondas de su cabello están un poco aplastadas por el vaporón y su franela se pega contra sus hombros y pecho con la humedad de su piel.

—¿Estás bien? Te vi al entrar y te llamé pero no me oías. Espero que esos viejos verdes no te hayan hecho nada.

Mi pulso da un salto.

—Este... —Mi lengua pesa como si estuviera hecha de plomo. El bus brinca sobre un hueco en la carretera y ante el desbalance, planto mi cara en el pecho de Javi. Es como una piedra que huele muy bien. ¿Cómo, si este bus huele a perro mojado?

—¡Perdón!

—Ay, disculpa.

Lo decimos a la vez y a lo que podemos nos despegamos.

A lo que levanto la cara, noto sus mejillas tan rojas como las mías deben estar. Javier muerde su labio y se empieza a reír. Aunque el ritmo de mi corazón quiere competir con el de un conejito, también me río.

Después de eso, cada vez que el conductor pasa sobre un bache, Javier y yo hacemos todo lo posible para mantener distancia. La cosa mejora cuando un grupo grande se baja del bus a medio camino y logramos sentarnos en un puesto, yo hacia la ventana y él hacia el pasillo.

—Aleluya, ya me dolían los pies de estar parado.

—¿Llevabas mucho rato en el bus?

—Unos diez minutos más que vos —contesta Javier, ladeándose para hablarme más de frente—. Vivo por Fuerzas Armadas.

—Ahh, yo por Las Delicias.

—Si queréis nos ponemos de acuerdo pa' que no tengáis que montarte en este bus sola.

Ay. Mi corazón pega otro brinquito de esos que causan cosquillas por todo mi cuerpo.

—E... —Ya ni me sale el resto de la palabra. Si Salomón estuviera viendo esto, seguro me estaría mamando gallo con toda la alharaca que armé para que me dejaran montarme en el bus sola. El rollo es que después de este jaleo, puedo admitir para mí misma que mi familia tiene algo de razón. Esto es una pesadilla. Pero tampoco quiero abandonar la poca libertad que he ganado. Así que contesto—: Bueno, sí. Por mí de perla. Pero no sé si sea mucho esfuerzo pa' tí.

Con la maleta llena de sueños (Nostalgia #2)Where stories live. Discover now