El salón se va llenando en los próximos minutos. Y menos mal, porque no hayamos de qué hablar. Creo que Erika y Javier están tan nerviosos como yo. Por mi parte, parezco un ventilador volteándome de lado a lado para ver las caras de mis nuevos compañeros. Hay dos chamas más, así que ya vamos cinco... versus treinta chamos y contando. Un verdadero festival de salchichas y muy pocos panes como para hacer perro calientes.

Se ve que hay gente que se conocen desde antes porque se saludan con familiaridad y no tienen problema para conversar. En poco tiempo el salón se vuelve un gallinero que solo se calma cuando entra un señor que no puede ser otro estudiante.

—Buenas tardes, bachilleres. —Es la primera vez que alguien se refiere a mí como bachiller, y me sobresalta aunque tiene sentido—. ¿Cómo se sienten?

Algunos contestan que bien, otros murmullan no sé qué. Yo estoy en el equipo silencio, un poco abrumada por todo lo nuevo.

El profesor hace una mueca pícara, como si le diera gracia la disonancia. Se ve chévere, no tan aterrorizante como me imaginé que eran los profesores universitarios. Aunque de hecho mis tíos lo son y son un amor de cosas bellas. Esto me hace relajarme en mi asiento, pero eso dura lo que un peo en un chinchorro.

—Soy Edgar Palmar, su profesor de Álgebra. Me pueden llamar Profe, Profesor Edgar, o Edgar. Al que me llame por el apellido le quito un punto. —Algunos se ríen pero yo me lo tomo en serio porque me desespera cuando la gente me llama por el nombre que no es—. Antes de que empecemos los quiero conocer también, así que desde tú —dice al primero de mi fila—, Nombre, apellido, colegio de donde viene, y la nota de la Prueba de Aptitud. Y así sucesivamente hasta llegar al último.

Gemidos hacen eco en el salón de clase. Yo intento respirar profundo pero nunca he sido requete buena en oratoria. Muchas veces los nervios me apagan el cerebro y paso pena. Es una de las razones por las que me gustan los números, no hace falta que hable con ellos en frente de un montón de gente para entendernos.

Intento enfocarme en los compañeros, pero demasiado pronto llega el turno de Erika y nada de lo que ella dice me entra en los oídos. Ella se sienta de nuevo y sé que me toca a mí pero... ¿cuánto fue que saqué en la prueba? Miércoles, no me acuerdo ni de cómo funcionan mis piernas.

Aclaro mi garganta. Lentamente me obligo a despegar mi culo de la silla del pupitre. La mesilla se encaja en mi costado. El golpe casi me hace soltar una grosería. Tomo una bocanada de aire y noto al profesor haciéndome un gesto amable de que me tranquilize. Eso me da más vergüenza todavía. Siento mi cara arder y mi voz se quiebra un poco, pero logro hablar.

—Hola, soy Dayana Rodríguez. Saqué 81.3 en la prueba.

—¿Y el colegio? —pregunta el profe.

—Ah, verdad. —Con voz medio queda digo el nombre de mi liceo, y noto a algunos compañeros intercambiar miradas incrédulas.

Cuando me siento de nuevo y le toca a Javier, el que está alante de él me mira.

—Coño, ¿de verdad se puede salir tan bien en un liceo público? —Su voz tiene un toque de malicia que no me pasa desapercibido.

Ante la insinuación el rubor que está concentrado en mi cara se desparece por todo mi cuerpo. La metamorfosis de vergüenza a ira está completa.

—Piensa lo que te salga del ombligo —contesto con una sonrisa de oreja a oreja, como si no me hubiera molestado lo que dijo.

Pero no me hace mucho caso porque es su turno.

—Anderson Borges. Vengo del... —Y por supuesto, viene de un colegio de esos donde la mensualidad cuesta diez veces lo que mis padres ganan al año—. Y mi nota fue 82.1.

Con la maleta llena de sueños (Nostalgia #2)Where stories live. Discover now