Aunque no deja de ser contradictorio, porque cuando avanzo tres casilleros y me digo que es un hecho, que efectivamente el Señor Cavicchini se ha metido debajo de mi piel, en mis huesos y corre por mis venas, me espanto ante la idea. No sólo porque mi confesión podría desencadenar un horrible y doloroso rechazo por su parte, si no que también porque sería asimilar que a mi corta edad me he quedado ligeramente, por no decir mucho, enganchada a un hombre que ha partido desde un inicio aclarando que el compromiso no es lo suyo.

Por el amor de Dios, ni si quiera está viviendo en los Estados Unidos de manera permanente.

Su departamento es un indicador de lo poco que le interesa establecer raíces y sentar cabeza. Ningún toque personal, íntimo, o más allá de una decoración minimalista que estoy casi segura ni fue él quién diseñó. Está preparado para armar sus maletas y marcharse en cualquier momento. América ha sido una parada más para sus negocios, y Europa lo está esperando con los brazos abiertos una vez que haya finalizado con Nueva York.

Es elegir entre continuar escondiendo mis sentimientos en la oscuridad hasta el punto de ahogarme con cada mentira que me repito a mi misma para tranquilizar mi miedo a salir herida, o arriesgarlo todo y probablemente pasarme semanas enteras destrozada.

No sería lo mismo despedirnos porque consideremos que ya hemos cumplido con nuestras necesidades, a tener que hacerlo porque no cerré la boca y saqué conclusiones presepitadamente.

¿Pero cómo me podría arriesgar a tal cosa cuando aún no soy lo bastante valiente para contarle a mi mejor amiga y confidente, lo jodida que me tiene un italiano de mirada intensa y carácter exigente?

Se supone que sería fácil.

Probar los juegos que estaba ofreciéndome, experimentar y divertirme. Para una vez que ambos estemos satisfechos y aburridos, irnos sin mirar atrás.

Sin embargo, nada con el italiano está resultando según lo planificado.

La jodí tanto y tan pronto que la garganta se me cierra ante la probabilidad de que esto sean sólo imaginaciones mías, producto de mi ferviente anhelo de vislumbrar un mínimo sentimiento además del deseo y la lujuria que tiene hacia mi. Mi confianza se tambalea, mordiendo el interior de mi mejilla por la inquietud, aguardando a la espera de saber qué es lo que me dirá.

—Cancelé mi próxima reunión—El entrecejo se me frunce y el corazón se me aprieta con decepción. La que ha pedido ser exclusivos fui yo. La que perdió el control por causa de los celos, nuevamente fui yo, y sin duda he malinterpretado las señales. Llevo las manos detras de la espalda, pellizcando la piel en mi muñeca para evitar que las lágrimas me empañen la visión—, Tengo que firmar unos cuántos papeles más, pero después estaré libre si quieres almorzar conmigo.

—Oh—Murmuro. Carraspeo, pasando ahora las palmas por mis muslos. No quiero hablar, lo más seguro es que la voz me falle.

¿Cómo puedo aplacar este sentimiento tan ensordecedor? me está haciendo pedazos.

—Estaré en mi oficina—No me percato de que he desviado mis ojos de los suyos hasta que me llama por mi nombre—, tú puedes quedarte aquí. Quién sabe, quizás hasta puedas compartir otra bonita y entretenida conversación con otro de mis empleados—El negro de sus pupilas se dilata, cerrándose en un un ónix tan opaco y sombrío que me deja helada—, o puedes venir conmigo. Si no te molesta tener paciencia hasta que termine con mis obligaciones.

No sé cómo tomarme su invitación, porque su mandíbula hace este pequeño gesto en el que se contrae, y la irritación mezclada con algo más hace estragos en la supuesta calma que aparenta tener mientras conversamos. Mejor dicho, mientras él es quién habla y yo soy la que se queda quieta y en silencio, sintiéndome estúpida por creer que podía despertar en su interior algo más que ganas de follar y verme como una aventura pasajera.

Esclava del PecadoWhere stories live. Discover now