Capítulo 2: Cosas buenas que parecen malas

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Pateé una lata de refresco durante todo el camino y respondí con una escueta seña a los saludos de los vecinos. Supe que había llegado a mi destino cuando escuché los ruidos del metal, crujidos, risas y gritos, y, a todo ese barullo, se le aderezaba una canción de reguetón. Alcé el mentón para admirar la fachada del lugar, no tenía colores chirriantes, solo una pintura blanca que se había ensuciado lo suficiente como para volverse gris, además de que en letras rojas se encontraba el nombre del establecimiento: «Gimnasio Titán».

Sin quererlo, recordé el comentario de Trevor y llegué a la rápida conclusión de que, si él viese en dónde entrenaba, no dejaría de joderme. La verdad era que me la pasaba más tiempo del que quisiera pensando en maneras de ofenderlo, pero no tenía nada más que las bromas sobre la proteína. A él no se le daba hablar de su familia o de algo personal que pudiese usar en su contra. Puede que fuera de la escuela, nadie más allá de Sandy supiese quién era Trevor Jones.

Me saqué al odioso atleta de la mente y entré corriendo al establecimiento, solo deteniéndome a saludar con una seña al vato de la recepción. Hacía un par de años, mucho antes de que Babi fuese mi novia, me quedaba a platicar con ese argentino de diecinueve años, incluso llegué a ir a su casa en más de una ocasión a tomarnos unas cervezas y a hablar de la vida, sin embargo, una tarde cualquiera, un compañero del gimnasio nos preguntó a ambos:

—¿Cómo les va noviecitos?

Fue un simple comentario malintencionado, pero a partir de ese momento decidí volverme distante con él. Porque puede que más gente estuviese diciendo cosas de nosotros y lo peor que podría pasarme sería que todos esos rumores llegaran a oídos de mi familia. Y ya saben: No hay que hacer cosas buenas que parezcan malas.

Me dirigí a las caminadoras, aunque ya me urgía comenzar con el entrenamiento de pesas. Sabía que hacerlo sin calentar me provocaría dolores todavía más fuertes, estaría toda la semana quejándome y conociendo a mi madre me regañaría por lastimarme así. Configuré la máquina con la velocidad e inclinación suficiente para empezar a cansarme y, cuando esta se movió, metí las manos a la buchaca del pantalón y saqué mis audífonos para perderme en mi playlist, no obstante, me detuve cuando escuché los chillidos de los botones de la caminadora de al lado.

Fruncí el entrecejo, junto a mí había un novato que no tenía idea de cómo configurar la máquina. Quise ser egoísta y dejarlo morir solo, como me hicieron a mí la primera vez que fui a ese gimnasio, pero, pasados unos segundos, el instinto contrario me embargó: no iba a ser igual de mierda que los demás. Volteé, encontrándome con un vato delgaducho, de piel pálida y que sobre su cabello rubio oscuro llevaba unos enormes audífonos blancos. ¡No me lo creía, el mismo payaso de la clase de Química compartía gimnasio conmigo!

«¿Qué chingados hace aquí?», me pregunté.

—¿Me ayudas? Todo está en español —dijo él.

Lo peor que podía pasarme era eso, odiaba como no tienen una idea que alguien de la escuela me viese en un entorno así; en especial si con esa persona compartía la clase que estaba repitiendo porque fui un pendejo que la reprobó. Formé puños con ambas manos y dejé salir un largo suspiro, intenté hacer a un lado mi reticencia y, de un salto, me pasé a su máquina. Eso provocó que el rubio se alejara y colocara las manos cerca del pecho, como queriendo protegerse.

—A ver, este botón es el de encendido. —Presioné aquel que brillaba con una luz roja—. Haces esta palanca hacia arriba y con eso cambias la inclinación para ir en pendiente, pero te recomiendo solo subir velocidad porque se nota que estás empezando. —Apreté los botones junto a la palanca que tenían símbolos de «menos» y «más»—. Y para apagarla, solo vuelves a presionar el de encendido.

El chico que cultivaba arrecifes | ResubiendoWhere stories live. Discover now