La librería ambulante

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Las ruedas chirriaron cuando el carromato frenó en medio de una calle comercial, y a pesar del agudo sonido, ninguno de los viandantes que caminaban alrededor dejaron constancia de haberlo escuchado.

Sin poder echarles la culpa por obviar su llegada estruendosa, el librero salió del carro acompañado de una tos perruna y se asomó para divisar en detalle aquel lugar.

Con su chaleco de botones y su camisa algo arrugada por el viaje, observó con atención a las decenas de personas que caminaban concentradas en sus dispositivos móviles. Su mirada desaprobadora fue todo lo que pudo alegar, ya que nada había supuesto tal contrariedad hacia la cultura que aquellos aparatos conectados por ondas. Ni que decir tiene que había matado cualquier signo de creatividad o pensamiento original, pues ninguno de ellos podía darse cuenta de la librería ambulante que acababa de llegar a la ciudad. Una librería que deambulaba de un sitio para otro, que cambiaba sus ejemplares a gusto del cliente y que llevaba la magia de los libros a todas partes. Lo inaudito de su modo de vida resultaba ajeno y a la vez insignificante, como si iluminar los corazones con las historias que proveía no fuera importante.

Con un gesto de desacuerdo que ocuparía su cara durante largo rato, lamentó el punto escogido, pues odiaba ocupar un espacio en tan abarrotada vía. El cambio tal vez resultaría gratificante —pensó más detenidamente— si se apreciaba más de uno o dos clientes en aquel emplazamiento, aunque eso estaba todavía por ver.

Saltar de un lado a otro se había convertido en un negocio de alto riesgo, pero a tenor de la cultura que se prodigaba en escasez en estos días, nada era suficiente como para mantener la atención. Ni siquiera un carro ambulante que proveía de ejemplares singulares y estrafalarios con los que sus clientes soñaban.

Sin gastar más el tiempo, entró en su librería sobre ruedas y se estableció tras su caja registradora de latón a la espera de algún cliente.

Esperó durante lo que le parecieron horas mientras la luz iba cambiando de brillante a tonos anaranjados del atardecer.

De buenas a primeras y con la energía y urgencia que solo da la juventud, un niño pequeño se coló en la librería. Sin ánimo de ocupar mucho trecho, se mantuvo derecho en una esquinita adornada con postales y puntos de libros y miró con mucha atención al interior.

Si bien desde fuera no se apreciaba la verdadera medida del comercio, por dentro te sorprendía la espaciosa magnitud de esta. Y esto no le fue ajeno al niño que embobado, que miró las estanterías repletas de libros con la boca abierta.

—¡Cierra esa boca, niño! —le advirtió asustándolo una pizca—. ¿No te han dicho tus padres que en boca cerrada no entran moscas?

Una vez repuesto de la sorpresa de escuchar la voz del librero y con las mejillas coloradas, lo miró con altivez.

—Esa mosca debería ser bastante aventurera, señor.

—No tanto como tú al entrar en mi librería.

—No soy aventurero, señor, solo me gustan los libros.

—Entonces sí lo eres. Nadie entra en una librería si no está dispuesto a correr una aventura.

—He entrado a muchas sin serlo.

—La mía es diferente, niño.

—No lo parece, señor. Lo único diferente de esta librería es que tiene ruedas, pero eso no compromete la originalidad de su comercio.

—¡Oh, vaya! Estamos ante un niño sabelotodo.

—No lo sé todo, señor, solo sé lo que sé.

—Pero no sabes qué se esconde entre los tomos que visten mis estanterías. —Lo miró con atención calculando la edad del chaval por su estatura y una vez que llegó a una estimación cercana, siguió—: ¿Cuántos años tienes, unos ocho?

—Tengo nueve, señor.

—Pues eres bastante pequeño para los nueve.

—Mi mamá dice que tengo la estatura media para los nueve años.

—Tu madre es una estúpida, igual que lo eres tú.

El silencio llenó la estancia e hizo salir al librero de detrás de su mesa. Caminó unos pasos hasta llegar al niño y frente a él dobló su espalda para mirarlo desde arriba.

—Esta no es una librería como cualquier otra a la que hayas entrado. Aquí se encuentran los ejemplares más codiciados, y todos ellos son mágicos.

—Señor —declaró el niño sin dejarse amilanar—, los libros cuentan historias y nada más que eso.

—¡Retíralo ahora mismo!

—Son solo papel y palabras impresas —añadió, creyendo que aquel librero estaba mal de la cabeza.

—¡Mientes! —respondió airado.

Y sin tiempo para negarlo, el librero cogió un libro del estante y lo abrió frente al niño diciendo:

—Si solo son papel y palabras impresas, ¿cómo puedes mojarte con este? .—Y un par de gotas de agua helada salieron despedidas de las páginas hasta la cara del niño, el cual pudo leer Moby Dick antes de que lo cerrara. —¿Y cómo puedes sentir el calor del fuego al abrir este? .—El ejemplar de Farenheit 451 calentó las mejillas del niño a pesar de estar solo compuesto por papel y palabras impresas, como él había asegurado.

El niño, sobrepasado por las sensaciones que había experimentado y que no consideraba reales, comenzó a creer lo que aquel librero aseguraba.

—¿Ves? Yo tengo razón, los libros son más que papel y palabras impresas. Los libros son aventuras por descubrir, mundos a los que viajar y sensaciones que experimentar que no puedes ni empezar a imaginar.

El niño se quedó en silencio tanto tiempo que el librero pensó que aquella demostración había sido demasiado para él, hasta que el niño le hizo una pregunta.

—¿Puedo comprarle un libro?

—Ya no opinas como antes, ¿cierto?

Una vez que hicieron el intercambio, el niño salió de la librería ambulante con un ejemplar de La historia interminable entre las manos, preparado para vivir una aventura sin igual.

El librero sonrió solo en su tienda, siendo consciente de que había cambiado la vida de ese niño para siempre.

Después de unas horas de espera en las que no consiguió que ningún arriesgado cliente entrara a por un libro, puso en marcha su carro y viajó a otro lugar.

La librería ambulanteWhere stories live. Discover now