Los celestiales nocturnos

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1.

—Somos dos malditos hijos de puta, ¿te das cuenta lo que hicimos?

—Calma, calma, no nos vio nadie.

—Sí, pero lo hicimos, lo hicimos —dice Saúl mientras se toma de los cabellos con las manos y gira sobre su eje. Es una calesita sin control, tiembla, escupe, solloza.

—Calmate, no seas tonto. —Intenta mantener un mal disimulado aplomo frente a su compañero—. Respirá un segundo y todo estará mejor.

—Es que no puedo —dice Saúl entre sollozos y lágrimas contenidas—. Soy un maldito gallina mi amigo, qué quieres que le haga, mirame, mirame, no puedo dejar de temblar.

—¿De dónde salió a esta hora el bicho ese? —señala Pedro al cuerpo ya frío que, desencajado y con los ojos abiertos, parece que los mirara como pidiendo alguna explicación desde el suelo.

—Ya te dije, Pedro, la puta madre, estaba en la sombra de aquel zaguán, no sé, me da la impresión que estaba muerto de hambre, si no ¿qué pintaba tan temprano a plena luz del día?

—O ha quedado rezagado anoche y el amanecer lo encontró ahí, tal vez no le quedó otra salida. —Pedro se rasca el mentón mientras mira hacia abajo y le da pataditas al nosferatu por pura y malsana costumbre. Observa hacia los costados como temiendo ver venir una horda de monstruos al ataque, pero obviamente no hay nadie más que ellos dos en ese miserable callejón al que las luces del sol bañan con su protección. Guarda sus manos en los bolsillos de la campera. Todavía, a pesar de que han transcurrido ocho años desde el levantamiento de los nosferatu, le sigue dando la misma repulsión ver a esos seres de piel entre verdosa y gris, ojos hundidos, pómulos salientes y dedos como agujas dobladas por una tenaza.

—No hay nadie en esta cortada, Pedro. Vámonos por favor.

—Dale. — Pedro toma la iniciativa mientras sus setenta kilos de fibrosa delgadez se inclinan para tomar de las manos al nosferatu. No puede dejar de sentir repulsión por tocar las manos gelatinosas del muerto, no muerto o lo que sea. Aparta la mirada de él. Todo su aspecto es espectral, tenebroso, y huele como si mil muertos se hubieran levantado de sus tumbas.

Están complicados, en definitiva han matado una persona. Pero eso no es nada. Muchas personas mueren en el transcurso del día y de la noche. Es costumbre por estos días. Sin embargo, lo importante del hecho es que han matado a un celestial nocturno y eso, tarde o temprano, se sabe en las altas esferas.

Sin más miramientos agarran al muerto, todavía con la tosca estaca de madera de pino clavada en el pecho, Pedro por los brazos y Saúl por las piernas. Al llegar al coche lo sueltan y el cuerpo cae golpeando contra el piso como si de una bolsa de papas se tratara. Abren el baúl, vuelven a tomarlo y en un vaivén elíptico, al llegar a la parte más alta de la elipsis lo sueltan y como por arte de magia cae pesadamente dentro del baúl. Acomodan las piernas del infeliz para que quede en posición fetal, sin embargo, la estaca impide un movimiento limpio y rápido. Finalmente lo doblan como pueden, crujen unos huesos, cierran el baúl y Pedro, apoyándose contra el vehículo, se cruza de brazos mientras arma un cigarrillo con el tabaco que guarda en un bolsillo de su campera de jean tan azul como raída. Saúl camina nerviosamente, sale del callejón, mira hacia arriba y a izquierda y derecha. Al no ver nada anormal regresa junto a Pedro.

El silencio comienza a ser molesto en una ciudad que otrora fuera capital de una provincia. Es tiempo del sálvese quien pueda y en particular a estas horas en que el sol ya ha comenzado a caer por el horizonte. Si una mirada furtiva e indiscreta se puede colar por entre las ventanas de los edificios no va a ser portavoz de lo ocurrido.

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