Las primeras horas de la mañana se sentían cálidas y perezosas con una dulce canción de verano entrando por la ventana. Era el viento que mecía las copas de los árboles; los insectos que revoloteaban afuera; el sonido de sus respiraciones suaves.

Entre la espesa bruma de sus sueños Louis vio a todos los socios importantes del conglomerado reunidos en el salón principal de la mansión, con rostros borrosos que bailaban en colores y sombras. Se cernían ante él, que estaba de pie en el centro de la habitación con un pequeño bulto en brazos, tan helado como una mañana de primavera que se aferra al invierno. Él temblaba por alguna razón que desconocía, y apegó más a su cuerpo a la pequeña cosa inerte, protegiéndola de cualquier depredador.

La gran mano roja que ardía como fuego subía entre sus piernas empapadas de sangre hasta llegar al fardo húmedo en sus brazos, y levantó las mantas. De estás se asomó una criatura que nunca estuvo viva, con espantoso pelaje seco que se caía en gusanos apenas tocarlo. Dónde se suponía que vería sus ojos, dos cuencas vacías le devolvían la mirada, y oía los susurros provenientes de ellas, que se burlaban de él y su legado.

La pequeña criatura se disolvió entre sus dedos, chorreando en una pulpa roja y hedionda. Mientras en el suelo yacían los restos de lo que fue su hija, la mano caliente le atizaba el vientre abierto y vacío, y se metía por sus entrañas para retorcerlas.

Una fuerte contracción lo hizo despertar sin aire y sudoroso. La oscuridad de su habitación lo envolvió de repente y manoteó inútilmente en el aire buscando algún apoyo. Sentía una fuerte presión oprimiendo su vientre sin misericordia. Los días anteriores había comenzado con pequeñas contracciones, molestias que se hacían soportables si se distraía con algo. El doctor le había indicado que solo era cuestión de esperar, y sin darse cuenta esa noche había estado dormitando por el cansancio.

Otra contracción mucho más agotadora que cualquiera de las otras atenazó su vientre y tuvo que cerrar los ojos con fuerza. Sabía que más temprano que tarde llegaría el momento esperado, pero ahora que estaba pasando no lo quería. Cuando un nuevo dolor le recorrió la espalda se quejó sin poder evitarlo. Legosi, que dormía a su lado, despertó de golpe como un sabueso en alerta.

Sintió como le pasaba un brazo por sus hombros preguntando algo que Louis no llegó a entender, de repente todos sus sentidos habían muerto y lo único que quedaba eran las contracciones. No supo cuánto tiempo pasó en el plano doloroso que era su existencia, pero Legosi ya estaba de pie a su lado para ayudarlo a levantarse. No dijo nada, o tal vez dijo mucho, fue incapaz de recordarlo.

Aún apoyando casi todo su peso en el lobo, sus piernas temblaban sin remedio, entorpeciendo su andar. Algo húmedo y caliente le escurría entre ellas. Cuando llevó una mano ahí abajo y la levantó vio cómo lo rojo y brillante le manchaba los dedos. El pánico reptó por su pecho al recordar el cadáver que sostuvo en sueños, pero no pensó en su visión por mucho pues otro dolor intenso lo obligó a doblarse, habría dado al suelo si no fuera por Legosi que lo protegía entre sus brazos.

Pasaron al lado de la ventana del cuarto para salir. El cielo empezaba a aclararse con una lejana línea al fondo, de colores azules y amarillos. Las estrellas se estaban apagando y cuando reaparecieran, brillarían sobre su mundo cambiado para siempre.

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Días antes habían acondicionado con todo lo necesario una de las habitaciones para recibir al bebé en la mansión. A pesar de que hubo cierta insistencia por asistir el nacimiento en un hospital, al final lo hicieron a la manera de Louis. Él era quien iba a entrar en labor de parto, y si así lo deseaba...

El equipo médico estaba listo, y la anestesia comenzaba a hacer los efectos que le habían prometido, sin embargo el intenso sufrimiento que sentía no desaparecía cómo lo habría deseado. La tocóloga que había atendido su embarazo junto al doctor Tymet le indicó que no era seguro para él que su esposo, un gigantesco lobo gris, estuviera dentro de la habitación durante el parto pero al final de una discusión a base de súplicas y luego amenazas le dejaron quedarse bajo la advertencia de que lo echarían al más mínimo comportamiento extraño. Así que Legosi se quedó a su lado sosteniendole la mano. Los ojos grises no dejaban de moverse, mirando nervioso a cada uno de los especialistas presentes.

El hogar que nunca existióWhere stories live. Discover now