Me retiro unos centímetros contemplando la confusión parpadeando en sus ojos.

Está demasiado alterada, y es entendible, hemos hecho muchísimas cosas, pero ninguna se asemeja a hundirme dentro de ella, poseerla y marcarla.

—¿Por qué te alejas?—La leve arruga en su frente aparece. Mi dedo pulgar se pasea por su boca trazando el arco de cupido. Niego lentamente, repitiéndome que esto es lo correcto.

—Vamos a beber una copa de vino, charlar y distendernos—Ella ya está dispuesta a refutar—, y no está a discusión, porque no pienso tocarte hasta que estés lista.

Dalila suspira, aferrándose a mis brazos al mismo tiempo que medita lo que le estoy diciendo. Su intensa mirada desciende al suelo.

Me está costando mi autocontrol entero no tirarme encima de ella, llenarla de besos y meterme entre sus piernas, pero de hacerlo esta noche existe sólo una manera; ser paciente.

Si pude contener mi deseo antes, lo podré hacer ahora.

No está en mis planes follarme a la mujer que tanto esperé si está tensa o incómoda, porque la quiero dispuesta, gimiendo y retorciéndose por el gusto, empapada y goteando.

Con mi dedo índice y pulgar levanto su rostro, al principio rehuye a mi mirada, pero no le lleva más que una dulce advertencia saliendo de mis labios para que al fin sus orbes se encuentren con las mías. Esto se me está haciendo igual de difícil que a ella, retenerme y no arrancarle el jodido vestido. Pero quiero hacer las cosas bien y si hago caso omiso a mis instintos luego me temo cuestionarme si habré sido un idiota impaciente.

Los dos lo tenemos que disfrutar.

—¿No sucederá ésta noche?—Inquiere. Parece decepcionada.

Respira, Alexandro.

Tengo que ir más despacio.

Uno, dos, tres, jodidos cuatro y cinco.

—Pasará cuando deba ser, quizás hoy o tal vez no, pero por ahora vamos a beber un poco de ese vino que tanto te gusta a ti—Mi mano se entrelaza con la suya, los hombros de Dalila se desajustan, dibujando una media sonrisa, más conforme.

Ambos nos encaminamos a la cocina, y aún sosteniéndola a mi lado es que me las rebusco para dar con un botella de rosado dulce. Mi Dalila, ya sabiendo dónde es que guardo las copas, se separa de mi en busca de ellas. La bella bruna extiende el brazo hacia el mueble y pronto está de regreso conmigo.

—Aquí—La envuelvo una vez más bajo mi agarre.

La dirijo a través de la sala de estar hacia los sofás. Ni siquiera me tomo la molestia de acomodar un sitio para ella, porque soy práctico y malditamente consciente de que la prefiero sentada en mi regazo que en otro lado. La bella bruna sostiene las copas a la vez que retiro el corcho de la botella. Un movimiento seco y hábil es lo único que se requiere, entonces sirvo la bebida.

—¿Puedo hacerte una pregunta, italiano?—Dice, dando un sorbo. La miro, llevándonos a los dos hacia el respaldo del sofá. Dalila apoya la mitad de su peso en mi pecho, mi brazo rodeándola por las caderas. Asiento, medio receloso. No me gusta mucho que quiera indagar en mi vida personal—¿A qué edad tuviste tú primera vez?

Alzo las cejas, porque indudablemente me ha tomado desprevenido. Pensé que intentaría nuevamente con mi trabajo, familia o si tengo algún amigo, que está claro que no, pero no con ésto. Al menos va acorde al contexto, me digo.

Una risa ronca corrompe mi garganta.

—¿A qué edad crees que ha sido?—A penas si pruebo el vino, prestando más atención de que ninguna joya está adornando su cuello.

Esclava del PecadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora