Cuarenta, primera parte

Comenzar desde el principio
                                    

—Sí sabes que yo tengo veintiocho, ¿no?

—Sí, por eso hablé en pasado, tú eres otro asunto. Tú eres guapo, eso no tiene nada que ver, el tema es que mi gusto por los hombres un poco más maduros es algo recién adquirido.

Me llevé una cucharada de postre a la boca.

—¿Por los hombres? ¿Plural? —preguntó y entrecerró los ojos viéndose gracioso.

—Es una forma de hablar, sabes que solo te miro a ti, pero lo que quise decir es que, él nunca fue mi tipo. Tu amigo no me gusta, en serio. —«En serio, realmente no me atrae nada, es un verdadero pendejo», pensé—. ¿Por qué la inseguridad? 

—No es inseguridad, es que... —Se quedó en silencio y se tocó los labios—.  La cagué tanto... Debí decirte...

—Ya no te mortifiques con algo que no puedes cambiar y que yo he dejado atrás. Es tu mejor amigo, algún día tendré que conocerlo, ¿no? Supongo que esto es hasta un buen momento, porque él va a estar muy ocupado con su fiesta, dudo que tengamos que hablar mucho —dije y me encogí de hombros. 

—Entonces ¿me vas a acompañar?

—Sí tú quieres, que no es como que te vea muy convencido.

—No es eso... Me da un poco de celos porque sé que de alguna manera él te gustaba, aunque ahora lo niegues.

—No, Diego, de verdad, físicamente no me atraía, era todo lo demás, es decir, tú —insistí—. Ten certeza que solo me gustas tú —Estiré la mano y le acaricié la mejilla—. Créeme y discúlpame lo mierda, pero se está quedando calvo y no de una forma sexy como Jason Statham.

Se rio un poco, pero luego negó con la cabeza, como si no debiese reírse de eso.

—No dudes jamás de que me encantas tú... Solo tú —afirmé y él sonrió. Me acerqué a él y le di un beso—. Solo tú. 

*****

Cuando Natalia estuvo próxima a cumplir trece años decidió que quería ser como esas chicas de las películas americanas. Soñaba con organizar fiestas cuando sus padres se fueran de viaje. Según ella, no había momento más oportuno para capturar la esencia de la vida que en una fiestecita adolescente. Tal vez era que habíamos comenzando a ver gossip girl, tal vez era el espíritu de Blair Waldorf que nos decía que si nos proponíamos algo, podíamos lograrlo. Así que nos pusimos manos a la obra.

Natalia quería una piscina porque no había fiesta adolescente sin una. Hicimos una presentación de power point larguísima, con fotos incluidas, para convencer a su padre de que construyera una. Hablamos de los beneficios del nado, de tomar sol en ciertas horas de la tarde, de que el abuelo de Nat podría usarla para ejercitarse, de cómo en las parrilladas de los domingos los niños de la familia podrían jugar en ella. Dijimos cualquier babosada que se nos ocurriera y vencimos ante un titubeante señor Gonzalo que al final accedió, probablemente, para que nos calláramos.

No resultó como la habíamos imaginado. No era una gran piscina de agua cristalina. En realidad, terminó siendo un rectángulo de seis metros por tres en el suelo del patio sin desnivel alguno. Era plana por completo. El agua, que constantemente se llenaba de hojas, nos llegaba apenas al pecho. Le apodamos el charco. Pero era nuestro charco y lo amábamos.

Solo hicimos una fiesta y después de pasarnos una noche entera preocupadas de que los invitados se robaran o echaran a perder algo dentro de la casa, desistimos de hacer otra. Pero el charco quedó, así que ahí estábamos Nat, Clau y yo sentadas en el borde, para sumergir nuestras piernas, cuando nos interrumpieron.

A la Máxima (completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora