—Su… —Se revuelve en la almohada, a mitad de camino hacia el mundo onírico—. Sushi. Comí sushi y luego… ese puto Nemo me partió el corazón.

Ahora sé qué era la cosa rosada que regurgitó. Aunque no entiendo lo que trata de decirme, creo a Nemo no le gustó que alguien se almorzara a su familia.

Teo ríe y me rodea los hombros con un brazo para guiarme fuera. Cierro la habitación con llave y la deslizo bajo la puerta como de costumbre. Empecé a hacer esto hace casi cuatro años, cuando entramos a la universidad. Al principio solía quedarme con ella, pero cuando se volvió algo habitual tuve que encontrar otra forma de cuidarla. No podía pasarme todos los fines de semanas siendo su niñera. Debía descansar si quería rendir bien mis exámenes, así que desarrollé un método: ella me llama cuando está muy ebria, cruzo el campus, la meto en la cama y la encierro.

Sí, suena horrible, pero la idea de dejarla en la vulnerabilidad de la embriaguez y el sueño en una casa llena de hombres ebrios no me gusta.

Además, suele enviarme un mensaje apenas despierta. Si ese mensaje no llega, al otro día trepo por la ventana para asegurarme de que sigue respirando y quejándose de su poca suerte en el amor.

—¿Cuál era el plan que tenían? —pregunta Teo mientras descendemos las escaleras y entrelazo mis dedos con los de la mano que cuelga de mi hombro.

Suspiro.

—Que por una vez fuera yo la que se divirtiera, creo.

Me suelta y frena un escalón debajo del que estoy parada, por lo que sus ojos quedan a la altura de los míos. Son redondeados y del mismo color que los de Brie, con la injusta diferencia de que los suyos tienen pestañas gruesas y extensas, mientras que mi amiga usa más rimel que papel higiénico en su día a día.

No sé por qué la mayoría de los hombres tienen pestañas más bonitas que las que nos tocan a la población femenina, ¿no les alcanzaba con la ventaja de poder mear de pie?

—No —advierto al contemplar la idea que comienza a curvar sus labios cuando me señala con el índice—. Doy por perdida la noche, pero gracias por la oferta. —Me escabullo por un costado—. Netflix me está esperan…

Se apresura a pasarme y me obstruye el paso con una mano en el barandal y la otra en la pared.

—¡Por favor, Virgi! Netflix no se irá a ninguna parte... Bueno, al menos mientras sigas pagando el servicio, pero ese no es el punto. —Ladea la cabeza, exponiendo el tatuaje en su cuello: es la mitad de un pequeño corazón roto. La otra mitad la tiene la hater de Nemo—. Te conozco hace años y nunca te escuché decir que querías estar por voluntad propia en una fiesta. Mi hermana puede ser un soldado caído, pero Teodoro no dejará una misión incompleta.

Me cruzo de brazos, sin ceder a pesar de que me parece adorable cuando habla de sí mismo en tercera persona, pero entonces hace ese estúpido puchero y me muerdo el labio, indecisa. Aprovecha mi duda para dejar que su sonrisa se amplíe hasta que aparecen sus hoyuelos. Entonces, me contagia el gesto y ya no hay vuelta atrás porque sale corriendo como un niño al que acaban de decirle que Santa Claus estacionó su trineo fuera.

Me dejo caer en la escalera mientras espero y siento una punzada de envidia al observar alrededor. Hallo a la mitad de las personas en plena danza de cortejo, como los pavos reales: miradas a escondidas, traseros que se apoyan disimuladamente donde no deben, aleteo de pestañas provocativos, manos presionadas sobre muslos, bíceps y en espaldas bajas, rodillas que tintinean unas contra las otras y dedos que se rozan. Eso hace la gente sutil, luego están los que se comen la boca contra la pared, al estilo Brie.

O los que se drogan, como Ranjit. Está tirado en el piso moviendo los brazos y las piernas como si pudiera hacer un ángel de nieve.

Teo regresa con un paquete de seis latas. No me gusta la cerveza, pero prometí que no sería quisquillosa: cualquier bebida con graduación alcohólica es bienvenida a arruinar mi hígado esta noche. Hasta ahora tomé dos y no he perdido ni una pizca de dignidad —el cual era el objetivo del plan—, así que acepto la que abre para mí.

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