Epílogo

8 0 0
                                    


Veintitrés de abril de dos mil veintiocho.

En un día soleado como este, los alumnos de cuarto de la ESO de un instituto cuyo nombre no viene al caso, disfrutan de una excursión en Somosierra. Como en cada clase, hay personas tímidas, otras echadas para delante, simpáticas, bordes, miedosas... pero nada de eso importa cuando a la vuelta, se ven inmersas en una extraña localidad llamada «Calma de la Sierra».

—¡Profe! —exclama una de las alumnas, aterrada porque en la calle no hay luz y porque el conductor ha desaparecido de un momento a otro.

La profesora traga saliva y se agarra con fuerza al respaldo de uno de los asientos, recordando una aventura acontecida nueve años atrás. Una aventura olvidada y de lo más terrorífica.

—¿Profe? —pregunta otro alumno al verla derramar lágrimas en silencio.

Si se quedasen allí dentro, ¿pasaría algo? ¿Les dejarían marchar?

—No pasa nada. Esperaremos.

—¿Esperaremos a qué? ¡No hay conductor! —señala otro alumno.

Pero la profesora no responde y a base de silencio, logra que los niños obedezcan.

Pasa media hora, una hora y allí no ocurre nada. La profesora tiene paciencia, pero los alumnos, faltos de ella, comienzan a quejarse, a llorar, a sentirse ansiosos. Y finalmente, uno de ellos logra abrir la puerta del vehículo, generando una avalancha de alumnos que la encargada de su seguridad no puede detener.

El autocar queda vacío, así que sale a la calle. Un escalofrío le recorre el cuerpo entero al comprobar que la temperatura es estable. No hay sonidos y no hay más luces que la del centro de la plaza.

—¡Niños, haced el favor de volver al autocar! —exige, con las manos aferradas al pecho.

Pero ninguno la escucha. Todos cuchichean hasta que la luz desaparece por completo y en medio de la oscuridad aparece un ser alto y de piel verdosa, con largos brazos, dientes afilados y aspecto de payaso. Los alumnos gritan al verlo, pero la profesora le observa conociendo de sobra su identidad y lo que busca de ellos.

—Vaya. —Surma estira aún más su sonrisa—. ¡Una adulta! Hacía muchos años que no ocurría. ¿Qué tal la vuelta a Calma de la Sierra? No preparamos nada especial para los visitantes recurrentes porque no los solemos tener, así que espero que te conformes simplemente con repetir la experiencia.

—No les hagas nada, por favor. Déjalos marchar —suplica con las lágrimas acumulándose en sus ojos.

Surma ríe ligeramente y sus pupilas se tornan de un brillante color naranja. Acto seguido hace aparecer tantas puertas como personas son.

Explica las mismas cosas que ella ya escuchó nueve años atrás. Sus alumnos se muestran escépticos, otros aterrados... Y ella no puede evitar recordar las caras de los compañeros que olvidó. Sus palabras, actos y, sobre todo, cómo de veintidós terminaron siendo nueve.

—Hagáis lo que hagáis —dice en dirección a los alumnos, una vez Surma les ordena marchar—. Manteneos unidos, no dejéis que lo que ocurra aquí os enfrente, por favor.

Agarra el pomo, siendo consciente por primera vez de que ella también es parte del juego. No solo se trata de sus alumnos: ella también arriesga su vida... pero eso es lo de menos. Ya sabe cómo manejarse, recuerda el pueblo, sus monstruos y laberintos. Sus alumnos, sin embargo, no tienen ni la más remota idea de lo que les espera.

Rocío cruza la puerta que le corresponde, cayendo a un abismo negro que en pocos segundos la ubica en la misma calle en la que apareció por primera vez. Está sola y todo a su alrededor se mantiene lúgubre y silencioso. La sensación de que no dejan de observarla incita a sus pies a caminar cuesta abajo, recordando que la última vez que lo hizo se topó con César. ¿Cómo le irá? Lleva años sin verle. Realmente lleva años sin ver a ninguno de sus compañeros de instituto.

Al cruzar la esquina recuerda el susto que se llevó al verle aparecer y, como si sus pensamientos se hubiesen materializado, un tipo alto y ancho se le aparece al igual que hizo César en su día.

—¡¡Ahhh!! —grita, agachándose con miedo.

—¡Tranquila! —exclama el chico. Tiene la voz grave y retrocede un par de pasos para darle aire.

Rocío le mira desde su posición de cuclillas. Está nervioso y mueve los brazos señalando que no quiere hacerle nada. Tiene el pelo naranja y largo, igual que la frondosa barba que le llega hasta el pecho. Viste con una túnica blanca y hay algo en sus ojos verdes, en su expresión dulce, que activa la memoria de Rocío.

—¿Nicolás? —pregunta sorprendida, volviendo a ponerse de pie.

Él suspira y asiente, pero acto seguido se lleva las manos a la cara, llorando con gran alivio.

—Por fin. ¡Por fin! —exclama.

Ella se acerca, aún algo dudosa, y le toca un brazo. Su intención es la de consolarle, aunque también busca comprobar que no se trate de una ilusión. Cuando el chico se calma, su expresión se torna seria.

—Tienes que ayudarnos a salir de aquí.

—¿Eh?

—Llevamos años intentando marcharnos, pero siempre que abordamos a algún alumno se va corriendo y nos abandona. Tú nos ayudarás, ¿verdad?

—¡Claro! Aunque tengo que cuidar de mis alumnos —dice recuperando la preocupación perdida.

—Te ayudaremos —afirma agarrando sus manos—. Pero tenemos que volver al mundo humano y conseguir refuerzos.

—¿Qué? ¿Refuerzos? ¿No queréis volver para... recuperar a vuestra familia?

—Si es posible, sería todo un sueño, pero no. Lo que queremos es acabar con Kalma, Surma y borrar del mapa para siempre a Kalma de la Sierra.

Rocío, sorprendida, no entiende de qué manera podrían llevar a cabo algo semejante, pero en vez de preguntar por su plan, decide ponerle respuesta a otra cuestión:

—¿Queremos quienes? ¿Quién más quiere escapar?

Nicolás sonríe con cierta melancolía.

—Gabriel y yo.

Calma de la Sierra [TERMINADA]Where stories live. Discover now