Instintivo

4K 106 2
                                    

No recuerdo con exactitud como fue la primera vez que supe que estaba enamorada, ese sentimiento tan instintivo, tan arcaico y arraigado en todos y cada uno de los habitantes de la tierra, pero si quien fue el primer hombre al que amé: Marc, se llamaba Marc, mi amigo de la infancia, la única persona que por aquel entonces me entendía. Como dije no recuerdo precisamente cuando lo supe, cuando supe que estaba completamente e irremediablemente enamorada de él, pero si cuando todo se quebrantó. Aquel verano del 2001, justo después de que mi hermana Noa cumpliera dos años nos mudamos a Barcelona dejando Cervera atrás, aquel pueblo que nos acogió con los brazos abiertos. Dejando así al primer y único amor de mi vida, a Marc, a Marc Márquez. Diecisiete años más tarde vuelvo al pueblo de mis abuelos, donde lo dejé todo sin mirar atrás. 

—¡Lucía, estamos todos esperando! —gritó mi madre subiendo las escaleras.

—¡Ya voy! —terminé todo lo que estaba haciendo y agarré mi maleta.

Septiembre de nuevo, lleno de oportunidades y sueños, mi último año de carrera, el año en el que todo cambiaría, pero nunca pensé que acabaría de esa manera y todo lo que aquello desembocó.

—Ten mucho cuidado en la carretera —mi padre siempre tan cuidadoso, era mi mayor apoyo y mayor inspiración. 

—Lo sé — reí—. No es la primera vez que voy a Cervera, tranquilos, cuando llegue os escribo.

—Es tan solo una hora y media, no os alarméis tanto — Noa siempre intentando tranquilizar a su manera.

—No te olvides de escribir, por favor —esta vez se pronunciaba mi madre, que me miraba con los ojos acuosos. 

—Por dios, que vuelve el veinte no se va a la guerra de Vietnam —Noa siempre tan suya. 

—No te olvides de escribir —dije mirando fijamente a mi hermana lo que causó una carcajada grupal. 

Me despedí de ellos y me monté en aquel Volkswagen escarabajo tan antiguo, cuya pintura se desprendía con un solo toque en su carrocería. A pesar de la insistencia de mi madre en cambiar de coche, no podía deshacerme de aquella tartana la cual ya consideraba parte de mi. Al entrar a Cervera volví a sentir todo aquello que anhelaba, aunque se encontraba tan cerca de Barcelona por una razón o por otra siempre evitábamos venir, supongo que eran muchos recuerdos. La muerte de mi bisabuelo y el viaje de trabajo a Copenhague de mi tío habían dejado por completo sola a mi tía María, la única de los González que seguía viviendo en Cervera, darle algo de compañía hasta la vuelta escolar era mi mayor prioridad. Al llegar todo seguía igual, aquellos rosales que decoraban la entrada, su color amarillo que mi padre tanto aborrecía y mi tía en la puerta expectante. 

—¡Hola corazón! —me abrazó con tanta ímpetu que creí perder el conocimiento—. Estás mucho más guapa.

—Ha sido el verano. —saqué las maletas del coche—. Que a cualquiera pone guapo.

Todo seguía tan intacto que parecía irreal, aquella cama con las sábanas de Las Tres Mellizas que tanto me encantaban, mi peluches de Las Supernenas y mis libros de Érase una vez... Una nostalgia invadió mi cuerpo y quise encerrarme durante horas para poder investigar todo aquello que dejé. El olor a café me distrajo y bajé con urgencia las escaleras para tomarme una taza del maravilloso café que mi tía preparaba con panela y sirope de caramelo. Se respiraba un aura de tranquilidad y desasosiego en aquella casa que nunca antes había experimentado, el sonido de los ruiseñores cantando me sacaron de aquel trance para así avisar a mis padres que ya había llegado. La casa estaba llena de fotos y retratos, del casamiento de los tíos, la primera comunión de mi primo Gérard, de cuando se me cayó el primer diente y me sangraba la encía y entre tantas, aquella foto con los Márquez en la cual Marc sostenía un flotador con forma de neumático que era cinco veces más grande que él.

—Parece que fue ayer. —musitó mi tía mientras paseaba por el salón.

—¿Cómo está? —tomé un sorbo de mi café.

—En la recta final de la temporada —se sentó a mi lado—. Hace tiempo que no le vemos, pero se ve que está feliz. 

—¿Y Álex? 

—Con él —sonrió mientras me miraba—. Sabes que son inseparables. 

Septiembre también traía consigo ese frío que inundaba los huesos, los días más cortos, las noches interminables y ese recuerdo de la única persona que seguía en mi vida tras habernos marchado del pueblo: Alejandra, el caso excepcional, la amistad que aún conservaba después de todo. Al salir a buscarla el gélido frío, como si de invierno se tratase, golpeó mi rostro desprevenido, inundando mis fosas nasales, sintiéndome más en casa si era posible. Su casa se encontraba a dos calles, cerca de la estación de autobuses, donde siempre olía a tarta de manzana y vainilla. 

—¿¡Qué te has hecho en el pelo!? —gritó nada más verme.

—Estoy igual Alejandra —fruncí el ceño—. Serán las típicas mechas que te salen con el sol.

—No —se plantó delante de mi—. Estás totalmente diferente. 

Alejandra venía casi todos los findes a Barcelona, es por eso que nuestra relación no se quedó allí. Siempre decía que había nacido en el lugar equivocado y que era una urbanita atrapada en un pueblo, lo que no sabía era lo afortunada que era de vivir allí. Nos paramos en el bar de siempre a tomarnos aquel chocolate con nubes que tanto nos gustaba y charlar de los cotilleos que se había perdido en la capital. 

—¿Y tú qué tal por aquí? —dije saboreando el mejor chocolate que había probado en mi vida.

—Ya sabes —levantó la vista de su plato con algunos churros—. Aquí no hay mucho que hacer, que si voy a la universidad, que si el bus tarda dos horas, que si tengo que llevar a los niños de Bernat a las clases de motociclismo, que si los recojo, que si... —suspiró dejando la cucharilla dentro de la taza con chocolate. 

—La vida en el pueblo.

—Exactamente, la puta vida en este pueblo —me miró—. Mañana tenemos plan diferente con algunos amigos de mi hermano, es un puto plasta pero podrías venirte. 

—Pagaría millones por no ver a Edgar. —reímos ambas.

—Yo también, te lo aseguro. 

Al anochecer, la vista de aquellas calles era mucho más bonita, sus farolas iluminaban el sendero y los arbustos decoraban las aceras. Los recuerdos me abrumaban al igual que las miradas de los vecinos que no acostumbraban a ver nuevas caras. Y de fondo, la casa de mi infancia, con aquella buhardilla donde jugaba al escondite con los Márquez, donde almacenaban todos aquellos trastos que dejé de usar y olvidé allí, el único lugar en el que fui feliz. 

Nuestra Pasión; Marc MárquezDonde viven las historias. Descúbrelo ahora