Quizá intercambiándola rápidamente por un fercén, tendría más que suficiente para que no saltase la alarma. Así que en esas andaba ahora, concentrado pensando en cómo robar la fruta que necesitaba, al vendedor que estaba más próximo a él. Era buena hora para un doble robo. La vida de Rumor, que así se llamaba el niño, siempre entrañaba un riesgo constante.

Jirones de niebla iban ascendiendo lentamente en espiral, dejando paso con clara pesadez al nuevo día. Aunque aquel fuera el último lugar del mundo normal, la gente se activaba temprano. Era cuando había más probabilidades de obtener algún tipo de beneficio, luego todo se tornaba decadente y retorcido, y con la llegada de la tarde, las calles se vaciaban. Ni un alma se atrevía a deambular por el exterior. Incluso los borrachos se dejaban tirados sobre el suelo de las tabernas hasta el siguiente amanecer. 

Habían murmullos certeros que se basaban en una gran verdad y era la de que seres misteriosos conquistaban las calles por la noche, ocultos bajo su velo, y devoraban la carne de los desgraciados que no encontraban un resguardo a tiempo.

Pero aquellas historias poco le importaban a él, como tampoco aquellos jirones helados, que no le impedían perder de vista su objetivo. Tampoco le importaba la escasa tela que le cubría el cuerpo o la poca comida que lograba llevarse a la boca. Porque padecía dos desconsuelos mucho más profundos que todo eso. 

El segundo era que se arrepentía con toda su joven alma, de ser un ladronzuelo. El primero, era tan profundo e intenso, tan secreto, que se negaba siquiera a admitir que le estuviese ocurriendo. Aunque a decir verdad, no sabía reconocer lo que significaba del todo "padecer" porque, entre las penurias que experimentaba cada día desde que nació, y el poco discernimiento que tenía todavía para distinguir entre lo que era una pena y lo que no, no podía ni plantearse, qué sería vivir una vida sin ellas. 

Tampoco tenía edad suficiente, cómo para saber clasificar emociones, por lo que era incapaz de concebir su propia existencia, como algo poco común o tristemente precaria. No conocía otra cosa distinta que aquel tipo de vida moviéndose al margen de los demás. 

Así que, con su segundo gran desconsuelo, no le quedaba más remedio que robar. Con el primero, la historia cambiaba, porque trataba por todos los medios posibles, de arreglarlo, de que no estuviese sucediendo.

Se acercó más, con sus pies descalzos y en silencio, hasta la altura del mercader que le interesaba. Apenas unos adoquines más allá, del que le había estado haciendo compañía hasta entonces. Rumor estaba por completo dispuesto, a iniciar la primera parte de su plan.

Dardo, su "maestra", le había enseñado la técnica del despiste.

—Haz suficiente ruido para desviar el centro de atención y pega el tirón cuando esté absorto en lo qué está sucediendo a su alrededor. Luego sal corriendo tan rápido como te permitan esas piernas —le explicó en su día.

Pero nunca le hizo caso. Había preferido robar siempre sigilosamente. Le parecía muy arriesgado seguir su consejo. Sobre todo porque si lo descubrían, llevaba las de perder al ser tan pequeño.

«Mis piernas son cortas —pensaba convencido—. Me atraparían en nada.»

Y él era un experto en moverse entre sombras y ser cauteloso. Por eso mismo, lo habían bautizado como Rumor, su nombre "artístico" y por el que su cofradía de maleantes lo conocía. ¿Y por qué? Porque solo quedaba tras sus hurtos, ligeros murmullos en el ambiente, que se esfumaban en cuanto nacían.

—Creo que he visto a un niño pasar —decía uno, en un momento dado—. Aunque aseguraría que era el hijo del usurero. A ese no le hace falta robar, ya lo hace su padre por él.

Rumor, el silencio del secreto.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora