UN NIÑO DE VERDAD

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Había una vez un bosque mágico que resguardaba un hermoso pueblito, en dicho pueblo había una aldea de hadas, donde cada diez años nacía una hadita con un deseo entre las manos.

En el pueblo había dos deseos muy grandes: un anciano que deseaba una familia y una pareja que deseaba un hijo. El hada no tardaría en nacer y la disputa entre el anciano y la pareja se agrandaba día con día, pues ambas partes deseaban fervientemente lo que querían. Intervino el concejo de ancianos y convocaron a todo el pueblo para votar por el deseo a cumplir. Los argumentos a favor del anciano eran que la pareja tendría más tiempo para pedir un deseo, el argumento a favor de la pareja era que el anciano no viviría lo suficiente como para disfrutar su deseo y dejaría atrás personas que le extrañarían.

Al final, considerando que en diez años la pareja no sería tan joven, el pueblo entero concedió el deseo a ellos. El anciano también había votado por ellos pues, aunque en serio quería no estar solo, entendía bien las posturas de los otros. También pensó que sería desperdiciar el deseo si se lo entregaban a él.

El hada nació y el deseo fue concedido. En un tris tras la pareja tenía un niño. Pero no era un niño común. Venía con algunas cláusulas a cumplir para que la felicidad que pedían fuera completa. Después de todo, nadie puede ser feliz con lo que los demás les dan, la felicidad verdadera la construye uno y nada más.

Un niño especial no era lo que la pareja quería, sobre todo porque parecía que el niño tampoco les quería. Su conexión con el mundo era difusa, casi inexistente. El hermoso chiquillo de ojos verdes no parecía mirarles ni cuando les ponía la mirada encima.

—Quiero un niño de verdad —lloró la mujer que, aunque los meses pasaban, no obtenía una sonrisa de su hijo, nunca recibía su atención aun cuando le llamaba tantas veces por su nombre y que estaba un tanto cansada de esas manías repetitivas que exigía para casi todo lo que hacía.

—Solo es autista —señaló la médico que había consultado al pequeño y diagnosticado con dicho síndrome—. Eso no lo hace un niño falso.

Pero la madre no le creyó. Para ella, que no veía reír a su hijo con sus caretas, ese niño se le antojaba un muñeco. Y no lo quería.

Volvió al bosque con el niño envuelto en esa única cobija que había aceptado. Y con desespero buscó la aldea de las hadas. Necesitaba con urgencia una explicación para esa situación que no entendía.

Pero las hadas no se mostraron, y ella no quería tener que padecer el niño, ni que el niño la padeciera a ella. Aunque, en su estado mental, puede que él ni siquiera se enterara de lo mucho que su madre le despreciaba. Por eso llevó el niño al anciano y se lo entregó con la condición de que se lo llevara a un lugar donde ella no tuviese que ver como un simple deseo había arruinado sus esperanzas.

El anciano aceptó al niño, la condición de la madre y la del niño. Él se iría a hacer una familia con ese pequeño a cualquier lugar del mundo.

Gepetto empacó sus cosas, cobijó bien al pequeño y se dispuso a cruzar el bosque. Allí encontró un saltamontes sabio, que le dijo de la posibilidad de que ese niño fuera tan normal como lo era él y todos los que conocía. Todo lo que debía hacer era librar las dificultades que se presentaran en su camino al castillo del hada Aoi.

Si Gepetto y el pequeño lograban llegar ahí, el hada buena concedería su deseo, cualquiera que fuera.

Gepetto pensó que no era necesario llegar hasta el castillo, después de todo, su deseo ya se había hecho realidad. Aunque pequeña y rara, él tenía una familia que adoraba. Así que solo caminó en busca de un espacio, aunque fuera pequeñito, donde ambos encajaran.

Llegaron a una aldea donde las personas vivían del espectáculo. Semejante niño llamó desde luego la atención. ¡Imagina nada más cuanta fama ganaría el que de ese niño obtuviera una reacción!

Gepetto recibió ofertas inimaginables de infinidad de burros que ya se veían cobrando por un intento de llamar la atención de ese pequeño y nadie lográndolo. Pero la familia no se vende, aunque hubiera algunos que abandonaban o regalaban a sus hijos, el anciano no convertiría a su pequeño en una atracción de circo.

Pensando en lo idiota que eran los habitantes de ese lugar, Gepetto se fue en busca de un sitio donde su hijo no fuese visto como un fenómeno de feria.

Sin embargo, todos los lugares parecían lo mismo. De pronto la sociedad le ahogaba. Gepetto se sentía como en un mar lleno de tiburones, peces predadores e infinidad de otras especies que les podían hacer daño si salían de la casa donde vivían.

Pero la ciudad era demasiado asfixiante, era como vivir dentro de un enorme pez que ya se lo había tragado. Y también, de pronto, se sentía como el resto del mundo viendo a su propio hijo como un anormal, protegiéndolo de la gente común, cuando la misión de un padre es hacer todo lo posible por darle un medio adecuado de vida a sus hijos.

Debía salir también de allí, tan pronto como se pudiera. La falta de estímulos estaba convirtiendo al niño en un mueble más en esa casa, como un árbol más en medio del bosque. Y Gepetto quería que su hijo fuera tan libre como fuera posible. Por eso dejó atrás la ciudad, para encontrar un mejor lugar para él.

Y sin quererlo, ni buscarlo, el anciano, con su amado niño, llegó al castillo donde el hada Aoi vivía.

El hada buena felicitó a Gepetto por no caer en las tentaciones del camino, por no venderlo ni hacerlo un espectáculo; por no volverse como los otros y dejar sumergido a su hijo en la oscuridad; por no permitir que ese niño enraizara en un lugar que no le daría ningún provecho. El hada Aoi felicitó a Gepetto por ser un buen padre y prometió concederle un deseo.

Gepetto no quería nada, en realidad, pero ahora que conocía lo cruel de la sociedad, pensó que no podía dejar las cosas tal y como estaban. Y, aunque pensó en pedir que todo el mundo fuera autista, pensó también que no había mucha diferencia de ese mundo de enajenados que vivían viendo solo por ellos mismos, y cada uno en su propio mundo.

Por eso, aunque amaba con toda su vida al pequeño tal y como era, deseando que su mundo no fuese tan diferente, que las personas no le miraran raro y le hicieran a un lado, pidió que su hijo fuera tan normal como la sociedad lo pedía, para que nadie le rechazara, para que nadie le hiciera daño, para que en este mundo no inclusivo y nada comprensivo, su hijo pudiera ser feliz.

Y Pinoccho se convirtió en un niño de verdad, de esos que la sociedad aprueba y aun así no deja de criticar. Se convirtió en otro burro que busca la fama, en una alimaña con deseos de tragarse a los otros, en uno de esos enajenados que solo ven por sí mismos, olvidándose del viejo Gepetto que, una vez que lo vio sonreírle, lo devolvió a sus padres y murió solo en una carpintería del pueblo que le vio nacer décadas atrás.

DEFORMANDO CUENTOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora