AMANTES DE LA PLAYA

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Todos los veranos, en ese mismo salón y a esa misma hora de la tarde, las voces de toda la familia se fundían como si formaran parte de una misma orquesta. Me resultaba confusa la razón por la que aquel estruendo de niños jugando y adultos discutiendo por encima del ruido me apaciguaba de aquella manera. Me imaginaba que un mecánico habituado al sonido del motor también encontraría consuelo entre su propio barullo. Pero ciertamente, siempre me había parecido como si estuvieran cantando siguiendo un mismo ritmo y tempo.

Discretamente, sin que nadie lo notara, ni siquiera yo misma, una lágrima recorrió su camino hasta caer en mi mano. Pronto, todo aquello acabaría. Se terminarían el retumbar del suelo cuando la gente corría por un puesto en la mesa y el olor a café que acompañaba las veladas de mujeres en la cocina donde se contaban los secretos más suculentos. Pero el mar... sería eterno, sin fondo ni escapatoria, un lugar donde ahogarte eternamente. Donde ella me ahogaría.

Bajé del mueble junto a la ventana donde siempre tenía un hueco asegurado tras la comida. La falta de participación en las discusiones post-digestión eran como ponerte una manta de invisibilidad. Nadie notó que salí de casa. Me acerqué a la bahía caminando despacio. Tal vez debería de haber intentado memorizarlo todo, pero tenía la mente empañada, como si viera todo a través de un telón. Dudaba mucho que recordara estas horas en un futuro. Frené mis pasos cuando llegué al límite entre la roca y la arena, y miré más allá. En la lejanía, pude ver su figura sobresalir del agua. Imaginé su sonrisa dentada y sus ojos vigilantes, toda su pose de victoria y ese aura de posesión y poder que destilaba de ella cuando me veía.

Rememoré la primera vez que la vi hace tantos años. Pensé que era una sirena. Ahora no sabría
decir qué es en realidad. Me cautivó su torso desnudo salpicado de escamas y el suave roce de su mano contra la mía mientras me suplicaba ayuda. Estaba tirada en medio de la arena con su cuerpo con cada vez menos humedad, danzando levemente por el sufrimiento de no poder llegar hasta el agua. Su larga cola de pez apenas rozaba las olas que lamían la playa mientras me hipnotizaba con su teatro dramático. Utilicé todo lo que un niño tenía en sus manos: la remojé con agua yendo y viniendo del mar, llenando mi cubito de Bob Esponja, y hasta que ella no me incitó, no la cogí de la mano para intentar arrastrarla hacia su medio. La pantomima dio resultado y yo me sentí como una heroína. Se llamaba Nes y fue la primera vez que engañó.

Me visitó cada día durante ese verano y todos los que vinieron. Me fue hundiendo más y más a
medida que me iba enamorando, o que la obsesión crecía, una de dos. No puedo ni describir hasta qué punto me repugnan los límites que crucé por ella. Todo resultó una vorágine de pasión, pánico, deseo y sufrimiento. Me hizo saltar al mar desde alturas inimaginables, me hundió en el agua hasta que mis pulmones no pudieron más, me dejó lejos, tirada en medio del océano hasta que mis súplicas se oyeron lo suficiente y me volvió violenta, hasta que no me quedó ningún amigo en la costa. También me acariciaba la mejilla como si creyera que fuera a romperme, me besaba como si fuera a marcharme al día siguiente y me hacía retorcerme de placer tumbada en la arena, como si no existiera otra persona en el mundo.

Sus juegos rozaban el sadismo y yo volvía una y otra vez para ver cuál sería mi próximo reto, hasta que la adrenalina nubló toda consecuencia catastrófica. Nunca dudé y para el momento en el que alcancé la edad de empezar a hacerme preguntas, me tenía tan agarrada que no quise soltarme.

Le di la espalda al mar y a su sonrisa desquiciada con serenidad. No sé si ya había alcanzado la fase de aceptación. Volví con el mismo ritmo penosamente lento hasta la casa y la miré desde fuera, como a un monumento. En aquella pequeña casa de ladrillo junto a la playa se habían vivido demasiadas cosas. Cada persona que había pasado por ella, añadía un capítulo más de anécdotas que nunca se dejaban olvidar, porque nunca paraban de contarse por las noches tras la cena, con una copita para los adultos y un hueco en el suelo para cada crío. De esta forma, cada miembro de la familia había colaborado para que esta empezara a cobrar vida y que sus paredes se volvieran legendarias. En cada rincón había sucedido algo y eso no hacía más que servir de chispa para nuestros juegos.

Asistí con la misma tranquilidad a los cuentos de aquella noche, pero se me olvidaron pronto. No memoricé la cara de nadie, no di besos de más ni me despedí en secreto. Simplemente los dejé marchar, aunque iba a ser yo quien se fuera lejos. Tendrían sus vidas, crecerían y me olvidarían. Sería una historia más en medio del yeso. Llorarían pero nada como más niños de los que ocuparse para cubrir el dolor. A fin de cuentas, yo siempre había sido la callada, la solitaria, la que había dejado de jugar demasiado pronto, la que se apartaba con discreción.

Por la noche, recorrí los últimos trazos de mi historia entre estas playas con la memoria. Fue una
noche de brisa fresca en la que me escapé de entre las sábanas y el cúmulo de cuerpos infantiles y fui a su encuentro. Ya tenía 20 años, y había conocido a más gente en mi ciudad. Había tocado otras pieles, otros labios, otro cariño y otro amor. Como quien quita el polvo, había empezado a salir a la luz la naturaleza de mi relación con Nes y de mi excitación ante el riesgo a morir. Y aun así, seguía sin parecerme desagradable, mirando cada recuerdo con cariño. Simplemente me di cuenta de que había más mundo y de que probablemente, sería mi último año yendo a esa playa. Me había enamorado de un chico que me traía una tranquilidad que nunca había sentido y yo tenía la ferviente convicción de que era aquel monstruo del mar el que se había obsesionado conmigo, no al revés. Fue por eso que aquella noche, cuando ella me hizo prometer que sería siempre suya, le dije que sí mientras pensaba en cuánto me iba a costar el billete para irme de vacaciones. Como algo físico y tangible, esa promesa se cerró en torno a mi cuello.

Me desperté a las tres de la madrugada cuando la oí cantarme. Seguía llevando el mismo vestido que había llevado todo el día y tampoco me cambié en ese momento. La quietud de la casa me causó escalofríos. Aunque todos sus miembros dormían plácidamente, me dio la sensación de que todo estaba muerto. Mis pasos se escucharon a través de la casa y más tarde a través del camino.

Me metí en el agua del tirón y no interrumpí el ritmo hasta que esta me cubrió hasta las caderas.
Nes miraba hacia el horizonte y se giró a verme cuando llegué a su encuentro. Me sonrió sin rastro de esa maldad que siempre me había puesto tan cachonda y que ahora me provocaba náuseas.
- Creí que estarías más contenta de escaparte conmigo – dijo mientras estudiaba mi rostro.
- Lo que quería era escaparme de ti.
- Eso no era lo que pensabas hasta hace poco.
- Digamos que no me gusta que me obliguen.
- Eso también ha cambiado hace no mucho.
El silencio fue testigo de mi rabia y acallé mis reproches, porque sabía que no servirían de nada. Solo tenía preguntas.
- Contéstame a esto. ¿Por qué yo? ¿Era más fácil, más imbécil o simplemente fue porque fui la
primera desgraciada que entró en esa playa?
- No fuiste la primera en verme, tan solo a la única a la que dejé marchar.
- Hasta ahora, ¿no? – la ira me desbordaba de una manera que mi cuerpo solo pudo expresar
con temblores.
- Tan solo quiero que te quedes conmigo – susurró sin mirarme – Te quiero.

Las cicatrices físicas de tanto tiempo de dolor maquillado parecieron iluminarse, como resaltando sus palabras.
- Lo que tenemos tú y yo no es amor, y si lo fuera, sería enfermizo. Pero eso no lo sabes
porque siempre he sido yo la que ha sufrido las consecuencias.
- Tú no lo entiendes.
- ¿¡Que no lo entiendo?! Te gusta torturarme, y en el momento en el que me vaya contigo
estaré condenada a ello para lo que me quede de vida. Ya no habrá tierra de por medio que me
proteja.
Dejamos otro silencio entre nosotras.
- ¿Crees que serías capaz de vivir una vida normal? – dijo suavemente - No eres normal y eso
lo tenías mucho antes de que yo llegara. Te encanta el miedo, te exultas cuando entras en pánico, el terror a morir es tu estado natural. – lo sabía, claro que lo sabía. Por eso trataba de huir.
- ¿Y tanto te cuesta dejar que sea yo quien lo elija? A lo mejor eres tú la que no quiere esperar. Siempre hemos sabido cómo era yo, pero nunca hemos hablado de ti. Estás igual de atada.– me puse cara a cara con ella, enfrentándola. Mi cabeza quedaba más alta que la suya y eso me dio
una breve sensación de poder. Sonrió, hermosa, demente y macabra.
- Lo sé. Y me encanta.
El viento soplaba y el arrullo de las olas nos aisló. A lo lejos, mucho, demasiado, escuché a alguien gritar mi nombre. Ya no recordaba de quién podría tratarse, no había nadie. Solo estaban el mar, Nes y yo. Respiré profundamente con los ojos cerrados. Noté que me miraba y la dejé contemplarme. Después, acerqué mi mano a su mejilla escamosa y la acaricié.
- ¿Nos vamos?
Lanzó un grito salvaje, lleno júbilo y se abalanzó hacia mí, tirándome al agua. Nos hundimos con
rapidez hasta que no hubo rastro de que alguna vez hubiera habido dos amantes en aquella playa. No se volvió a saber de mí. Ni siquiera las paredes de aquella casa recordarían nunca más mi historia.


MICRORRELATOS/HISTORIAS LARGASWhere stories live. Discover now