EL SECRETO ENTRE LAS RAMAS

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La casa se encontraba a oscuras una vez que cada resquicio, cada hueco estuvo tapado. La luz
no debía pasar bajo ningún concepto hasta que volviera a sonar la alarma, por lo que a la
familia solo le quedaba esperar, hablando con las sombras. Mientras, en la habitación
contigua, un objeto comenzó a brillar, permitiendo que un joven leyera las páginas de un libro
antiguo, intentando ignorar el miedo.
A Sorah nunca le había gustado la oscuridad, a pesar de haberse criado con ella. Tras la gran
guerra, todos los días a la misma hora, una música atravesada la aldea hasta llegar a las casas
de sus habitantes y avisar de que La Luz llegaba. Eso, dejaba unos pocos minutos para que,
como parte de una rutina, la gente tapara cada hueco de sus casas si no querían morir
abrasados. Pero Sorah había encontrado una escapatoria entre la basura. Según los libros que
había encontrado de antes de la guerra, el objeto encontrado se llamaba farola, y en su día
había servido para alumbrar las calles al anochecer. El chico siempre había sentido pasión por
el pasado, y sus dos hermanos nunca habían entendido esa obsesión por buscar entre los
despojos algún resto de lo que fueron. Para ellos, era más fácil centrarse en el día a día, y en la
rutinaria oscuridad que venía tras los cánticos.
Ese día, el muchacho había encontrado un roído diario de una soldado, y recorría las palabras
con un brillo emocionado en los ojos. Mientras, el pequeño farolín rescatado alumbraba
tibiamente la habitación, variando la intensidad como si respirara. Según los escritos de la
desconocida, la falta de medios había hecho que los guerreros hubieran de apañarse con lo
que encontraban para luchar. Ante la miseria, los alfileres se convirtieron en armas de tortura;
los balones de los niños, en mensajeros ocultos; y las cometas, en la señal de una masacre que
se divisaba desde la lejanía. Cuando llegaba al final del relato, las palabras en prosa pasaron al
verso y comenzaron a trazar una canción, acerca del corazón del árbol en el que yacía la aldea,
el gigantesco ejemplar que cedía sus ramas a tantas especies.
Sorah levantó la mirada y se apretujó un poco más en la pared de madera, pensativo. Justo en
ese momento se escucharon los cánticos en el exterior. El peligro había pasado. Se reunió con
el vecindario para verificar que todo el mundo estuviese a salvo. Mientras caminaba tras sus
hermanos, notó una pequeña mano cogiendo la suya y miró hacia abajo. Xebeh le miraba con
ojos brillantes y una sonrisa emocionada, típica de todos sus encuentros. En su casa, todos se
burlaban de la ligera obsesión que había desarrollado la niña por él y eso hizo que le soltara la
mano, avergonzado. Aunque en verdad le gustaba saber que había alguien interesado en él.
Se oyeron unos gritos a lo lejos y la gente corrió en esa dirección mecánicamente. Alguien
había caído. Lo primero que se veía era un cuerpo en el suelo, y a medida que te ibas
acercando era el olor a quemado lo que confirmaba las sospechas. Desde muy pequeños
acostumbraban a los niños a verlo y ya era algo habitual de ver, aunque no agradable. Sin
embargo, en esta ocasión también se oyeron exclamaciones de sorpresa. La anciana mujer que
estaba tendida podía moverse, y a pesar de las quemaduras, los daños no eran considerables.
Nadie dijo nada en alto mientras se la llevaban pero pronto las calles se llenaron de susurros.
Nadie decía nunca nada en alto o directamente. Parecía como si los tiempos de conflicto no
hubieran acabado y las opiniones todavía costaran la vida. En casa, aun en soledad, las
comidas estaban llenas de voces cautas y susurrantes. Su hermana, Tabeh, hablaba de casos
anteriores a este, de la oportunidad de salir de esa zona del árbol, de huir de La Luz ahora que
parecía que perdía fuerza. Su hermano, Dikeh, tenía miedo por la creciente pero falsa
esperanza que nacía entre los vecinos. Ella clamaba por salir a hacer expediciones, de buscar
lugares donde quedara comida ahora que escaseaba aquí. Él, por la necesidad de permanecer
unidos ahora que quedaban tan pocos del Clan. Pasaron los días y se empezaron a formar

bandos. Nadie podía evitar que muchos se fueran, y nadie podía evitar que algunos pocos se
quedaran.
Aunque todo esto debería de haberle preocupado, Sorah se refugió en la poca niñez que le
quedaba y se resguardó en palabras ajenas. La mujer del diario mostraba su tierna juventud en
un principio hasta transformarse en una voz amarga. Volvió a leer la canción del final, con un
ritmo distinto cada vez y se fijó en el bello símbolo que decoraba el final: la representación de
un árbol mediante líneas ondulantes. Distraídamente se lo dibujó en el brazo. Supuso que
nadie lo reconocería después de tanto tiempo. Mientras grababa su piel con tinta negra, captó
movimiento por el rabillo del ojo. La luz del farolín titilaba, inquieta.
Se oyeron unas voces en el pasillo. No gritaban, pero los susurros iban cogiendo intensidades
histéricas. Sorah salió de la casa cuando la discusión cogió el camino de qué era lo mejor para
él. No quería oírlo. Pero fuera, le esperaba Xebeh.
- Sorah, ¿vienes a ver a Danah? – preguntó emocionada. Era habitual hacer una visita al
menos a la familia del difunto, aunque en este caso, la visita sería a la enferma. Él
asintió. La anciana era pariente de la niña y estaban muy unidas, pero el grupo veía
con malos ojos la efusividad sentimental, aunque fuera por dolor. Xebeh, desde luego,
seguía esta norma con exactitud.
Llegaron a la casa y fueron conducidos a una estrecha habitación. No había nadie más. La
anciana no tenía muy buena fama, y se hablaba de su cordura como algo volátil, así que no era
de extrañar. La mujer les recibió con una sonrisa de plena felicidad y les hizo señas para que se
sentaran a su lado en la cama. Ambas se pusieron a hablar como viejas amigas, aunque la
anciana echaba miradas al chico esperando algún acercamiento por su parte. De repente, toda
su expresión cambió al caer su mirada en el brazo del muchacho. El temor mezclado con el
enfado, inundaron los ojos y su voz, que gritaba "¡es uno de ellos, han venido a traerlo!".
Xebeh intentaba tranquilizarla mientras él se alejaba hasta la pared contigua. Consiguieron
salir de allí cuando los hijos de la mujer entraron para sujetarla, e hicieron casi todo el camino
de vuelta callados. Cuando iban a llegar, la niña le empujó a un hueco donde se escondieron
entre las sombras.
- ¿Por qué tienes esa marca? - preguntó con una severidad inusitada.
- La encontré y me gustó. ¿Qué acaba de pasar? – no le apetecía dar muchos detalles y
quería saber cómo habían acabado así.
- Te ha confundido. Esa marca... perteneció a cierta gente en la guerra, aunque ellos se
cosían el dibujo, bordaban sus pieles – la miré confundido y ella se sorprendió - ¿no
sabes qué es ni contra qué lo usaban? – negué con la cabeza – Entonces eres otro más
que ha olvidado lo que pasó en verdad en la guerra.
La niña relató grandes historias con una voz seria y suave, como lo hubiera contado una
persona con grandes vivencias sobre sus espaldas. En apenas unos minutos, le abrió más
puertas al pasado de lo que había hecho cualquier libro. La guerra había surgido por la disputa
entre dos especies: la suya y la de unos seres incorpóreos y luminosos a los que llamaron
Luces. Tras años de continuas muertes un grupo de soldados encontró una melodía que los
que atraía hasta la madera de su árbol, que les atrapaba poco a poco sin oportunidad de
dejarles volver. Los soldados visitaban los barrios para instaurar la canción en las calles, por lo
que era normal que la gente se asustara al ver la marca. Los pocos supervivientes de la especie
enemiga, se aglomeraron en un intento por sobrevivir, formando lo que ahora conocían como

la Luz, única y abrasadora. Con el tiempo, la gente había olvidado por qué hacían esto, aunque
algunos ancianos comprendían este sacrificio por un bien mayor.
Esa noche se durmió con imágenes de soldados con marcas hiladas, como su desconocida
escritora; de cuerpos quemados en batalla, y de cánticos atravesando las ramas de un árbol
oscuro todo ello sin darse cuenta de los movimientos nerviosos que se veían dentro del farolín.
Unos ruidos despertaron al chico, y se dio cuenta de la oscuridad que poblaba su habitación.
Vio una figura encorvada cerca de él, a la que reconoció como la anciana herida.
- Conoces la canción... - Dijo en un susurro. En sus manos sostenía el viejo diario.
Entonces se giró y lo miró emocionada – ¿Sabes lo que quiere decir?
- Es solo una historia – Estaba asustado por la presencia de la señora por eso le habló
con voz cauta y temblorosa. Le miró como decepcionada
- Yo lo averigüé, pero no se lo dije a nadie. La mujer habla de un escondite en el corazón
del árbol que podría haber salvado a muchos. Los cánticos era la única manera de
matarles, aunque para ello tuvieran que traerles hasta aquí. La gente lo ha olvidado,
que hay que aguantar, que la música debe seguir sonando. La gente no debe olvidar... -
La mujer lloraba y hablaba casi sin aire, mientras el chico pedía en su mente que sus
hermanos se despertaran – El escondrijo guarda algo, por eso la escritora no quiso
decir nada a pesar de las muertes
- ¿Qué has hecho con mi farola? – el miedo no me dejaba respirar, y la oscuridad sólo
empeoraba las cosas – Vuelve a encenderla.
- ¿Cómo voy a encenderla? Se necesita una tecnología que se ha extinguido – me dijo
confundida, mirando el objeto.
Fue entonces cuando ambos se dieron cuenta que el artefacto estaba roto y de qué era lo que
había estado alumbrando al chico todo ese tiempo. De repente, se escucharon los cánticos en
el exterior. Lo taparon todo deprisa y se escondieron bajo la cama, olvidando que eran
desconocidos. Cuando acabó, salieron a las calles y les recibió el olor a quemado con una
intensidad abrasadora. Cientos de cuerpos cubrían el suelo, petrificados en poses de horror. La
triste realidad alcanzó a la multitud de las calles cuando vieron que eran más los vivos que los
muertos. La gente se dio cuenta de que todos los caídos tenían bolsas de viaje. Uno de ellos,
agarraba con fuerza entre sus manos el colgante que Tabeh llevaba siempre al cuello. Junto a
él, su hermano susurraba hacia su pecho "se lo dije, le dije que no fuera". Nadie hablaba.
Todos compartían la duda, la desesperanza, la sensación de haber sido engañados por el
mundo. Sólo Sorah conocía la verdad, y la culpa le caía como el plomo. La farola no alumbraba,
era una jaula. La música no era una alarma, sino una llamada. El corazón era una escapatoria.
La gente no debe olvidar, la gente no debe olvidar...


MICRORRELATOS/HISTORIAS LARGASWhere stories live. Discover now