Después de haber pasado un año entero en Londres, ya era hora de regresar a mi ciudad natal. Sabía que no todo sería color de rosas; seguramente aparecerían tormentas del pasado, y junto con ellas, Hayden Scott, el mejor amigo de mi hermano.
Y eso e...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
«El riesgo del amor es la pérdida y el precio de la pérdida es el duelo. Pero el dolor del duelo es sólo una sombra cuando lo comparamos con el dolor de no arriesgarnos con el amor» Hilary Stanton
Isabela
Dos años habían pasado desde su partida, y el dolor en el pecho seguía siendo tan punzante como aquella madrugada del 7 de noviembre de 2021 en la que escuché a los médicos decir que su corazón había dejado de latir. Y cinco días después de mi cumpleaños dieciocho que habíamos pasado juntos. Todo había sucedido tan rápido, tan de golpe, que a veces me costaba distinguir si esto era real o si seguía atrapada en una simulación, una en la que él todavía estaba con nosotros.
Nunca enfermó, nunca sufrió a la vista. Siguió en casa, compartiendo la mesa, las charlas, sus manías y las pequeñas cosas que le gustaban hacer. Estaba... hasta que dejó de estar. Así de brutal.
Escribirle se había convertido en mi forma de acercarme a él. De sostenerlo, aunque sea con palabras. Buscaba señales en todos lados. Miraba sus fotos, releía los mensajes cortos, y me encontraba una y otra vez con esos audios que se le habrían salido sin querer por WhatsApp. Me aferraba a esas charlas, a sus chistes, a esas carcajadas que siempre lograban contagiarme.
Todos, en algún momento de la vida, deberíamos pasar por la muerte de un ser querido. Era la ley natural, o al menos eso decían. Pero yo siempre creía que me iba a tocar despedirlo cuando fuese lo suficientemente viejito, lleno de historias, rodeado de los nietos que tanto deseaba tener.
La finitud del ser humano era demasiado difícil de comprender. Y cuando te tocaba de cerca, no había teoría que alcance. Había tantas cosas que me quedaron por decirle. Sueños que quería compartirle. Deseos. Y ese amor inmenso que aún me atravesaba, aunque ya no estaba para escucharlo.
Pero la vida era una mierda. Y se había llevado al mío antes de tiempo.
Me había enterado de su enfermedad por error. Mis padres habían decidido no contarnos nada a Lucas ni a mí hasta que el maldito cáncer desapareciera... o avanzara. Lamentablemente, le había tocado la segunda opción.
Duelo. Cinco letras. Cinco heridas. Cinco formas de romperte el alma.
Llevar adelante este proceso era extenuante. Pero necesario. Un duelo no solo por una muerte. También por un amor. Por un trabajo. Por un sueño. Por lo que uno fue alguna vez.
¿Cuándo iba a dejar de doler? ¿Cuándo iba a sanar? ¿Cómo?
Nunca nadie estaba preparado para esto. Ojalá existiera un manual, una guía que te dijera cómo lidiar con este vacío que no dejaba de doler. Pero no lo había. Y me tocaba aprender sola.
La muerte de mi papá había dejando en mí, y en toda mi familia, un hueco que nunca iba a cerrarse. Cada vez que caía en la cuenta de que la vida seguía sin él, algo dentro mío, una partecita de alma y corazón se partía un poco más.