Prólogo

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La frontera había sido violada.

Bajo la mirada del sol de medianoche, cuya luz iluminaba poco la ciudad, la noche transcurría como si nada hubiera pasado. Pero no era una noche cualquiera. El eco del horror aún resonaba en los oídos de cada uno de la gente de allí, como un fantasma insistente que seguía la caminada del mensajero, sus movimientos bruscos y torpes, mientras se adentraba en los callejones de conexión, que cortaban las calles y unían los barrios en un laberinto de pasillos estrechos.

Nadie lo sabía. Y nadie se enteraría.

Eran maestros de la distracción y la discreción.

En lo más profundo del bosque, alrededor de los caminos angostos, el mar salado con hedor a pescado desprendía un olor casi satírico por la noche. En la distancia, un cuervo graznó una vez, dando un aire espeluznante a la escena desde las profundidades de la gran ciudad acorralada. Realmente no había ningún sonido allí, nada más que el sonido ocasional de la grava siendo arrastrada por el viento. Las lechuzas y los pocos animales del bosque guardaban silencio, en una especie de tributo a los muertos y a los que muy pronto morirían.

En la ciudad, una sola ventana se mantuvo abierta. Una invitación. Una convocación.

Los segundos se convirtieron en minutos y los minutos en una hora. El residente, escondido en la oscuridad de la habitación estrecha, mirando la pared del callejón con sus ojos claros chispeantes, permaneció allí, completamente inmóvil, esperando pacientemente a que el recién llegado se manifestara. El ataque se había encargado de alertar al hombre de la presencia no deseada del invasor, esperada durante meses. Él parecería, seguro. Siempre aparecía.

Era el Décimo Solsticio. La séptima Luna Llena, después de todo. El Ciclo estaba completo.

Finalmente, un movimiento en las cortinas delató la entrada de otro hombre. En menos de un segundo, con la increíble precisión que no había perdido en el corto tiempo de desuso, el residente estaba de pie, con el arco en la mano, la flecha colocada con exactitud en una dirección letal e intimidante.

— Tranquilo. Soy yo. Will — susurró el visitante mientras se acercaba con paso cauteloso, con la mano izquierda levantada, como si para no asustar al otro.

Su ropa, zapatos y pelo negro eran un esfuerzo obvio para hacerlo pasar desapercibido en la noche. Sobre un abrigo de lana, el joven aún vestía una capa negra, hecha de alguna tela grueso, que cubría todo el largo de su cuerpo encorvado, abarcando desde el raro sombrero a la servil moda del país hasta la parte superior de sus botas.

El arquero no hizo ningún comentario, pero suspiró al ver la capa. Su pensamiento recogió con desagrado la lección que él mismo le había dado al menor; la prenda estaba destinada tanto a proteger del frío como a ocultar las armas. William, sin embargo, estaba actuando con descuido, como si su prisa no le permitiera prestarle la atención habitual que había tenido en visitas anteriores.

— Se que eres tú. Lo que quiero saber es por qué regresaste, especialmente después de un ataque. No queremos problemas, William, y dijimos en tu última visita que no tenemos interés en saber qué sucede allí. Ya no somos parte de eso.

La voz del arquero resonó por la habitación, sonando poderosa y autoritaria dentro del espacio, aunque no había aumentado de tono, como si no se hubiera acostumbrado a su nueva posición.

Un golpe sonó en el callejón, silenciándolos a ambos.

El tiempo se estaba acabando. Pero la misión por fin estaba completa. Nada más importaba.

El silencio reinó una vez más, pero la tensión no era la mayor preocupación en este momento. El foco era otro, mucho más grande e importante que los hombres que habían sido parte de lo que había sucedido meses antes, que habían sido testigos de lo que pocos ojos vieron, pero muchos oídos escucharían.

Los dos hombres se miraron durante fugaces minutos, en una conversación silenciosa llena de significado, antes de que, con un susurro de túnicas moviéndose, dieran un paso adelante, el uno hacia el otro, bajo el rayo de luz restante que entraba por la ventana abierta. Con eso, el paquete uniforme y oscuro en las manos del visitante se reveló. Ambas miradas siguieron hacia abajo, hasta quedar bloqueadas en el mismo lugar, y dando lugar a la cruel certeza de lo que estaba por venir.

— El último. Por eso vine.

— ¿Por qué lo trajiste aquí? — preguntó el arquero de modo vacilante después de unos segundos.

— Sabes que no somos nosotros los que decidimos. Ya no es nuestra elección. Solo estoy aquí para entregar. No importa lo lejos que huyas de eso, hermano, sabes que es el momento. De todos ellos. Muchos allí ya saben que están aquí, y pronto otros también lo harán.

Con el largo paquete cubierto con papel marrón grueso que quedó en el piso polvoriento, el intruso se volvió hacia la ventana, priorizando apoyarse en el alféizar, luego se giró y le dio al arquero su última mirada, sabiendo que nunca más lo volvería a ver.

— Solo una cosa más...

William hizo una pausa, vacilando por un rato, pareciendo decidirse si completaba o no su oración.

Finalmente, con los ojos fijos en algún punto del suelo, se hizo audible el susurro: — Hiciste la elección correcta, hermano. Siento por tu sacrificio. Et ego cognosco.

Y, saltando, desapareció en la oscuridad.


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Artefactos de SangreWhere stories live. Discover now