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Adonis Aran nunca conoció el mar.
Viviendo en un pequeño pueblito rural a unas diez horas de París y siendo el primogénito de una familia humilde de clase media-baja en pleno siglo XVIII, era bastante complicado poder ir a presenciar aquella obra de la naturaleza; por lo que aquel interés fue enterrado de a poco en el roto corazón de Adonis.
Un corazón que estaba completamente roto y maltrecho, pero no por un amor intenso que le dejaste marcas; roto desde la raíz por un vacío inquebrantable que e le dejaba un sabor a hiel en la garganta desde que tenía memoria.
Cuando era niño pensó que aquello se iría jugando con amigos del pueblo, leyendo o pintando, pero jamás lo abandonó; y ahora, a sus veinticuatro años de edad, lo seguía apuñalando cruelmente de la misma tortuosa y lenta forma que lo hacía cuando era un pequeño con la apariencia de un tierno querubín.
No solo su corazón estaba roto, muy en el fondo pensaba que el que estaba roto era él.
Trató con todo, con mujeres, con comida, con nuevas posesiones, un poco de opio y también con alcohol, pero no hubo manera.
Estaba podrido y asqueado de si mismo y de su mortal capricho que más temprano que tarde terminó llevándolo casi al límite de la pobreza cuando sus padres y su hermano pequeño murieron de una enfermedad bastante contagiosa.
Estaba solo, arruinado y se había convertido en un gran pintor con un reconocimiento casi inexistente y un veneno que acechaba y corrompía su mente a cada minuto que pasaba.
Para Adonis, ya no existía salvación.
Al menos hasta aquella noche en el bar donde conoció al diablo encarnado en una mujer,
Phoebe Vermeer.
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