Prólogo

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7 de marzo de 2015

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7 de marzo de 2015

¿Cuál es el secreto para que una amistad sea sana, larga y duradera?

¿Será un suéter dado a un niño con narcolepsia?

Tal vez...

¿Un poco de pis derramado en el momento menos indicado?

O quizá...

¿Un conjunto de reglas que dos niños de casi siete años escribieron en una cartulina blanca, en la que hicieron varios dibujos con crayola de distintos colores para enfatizar la importancia de cada una?

Me siento en la orilla de mi cama sin apartar la vista de cada línea y de cada dibujo plasmado.

Río como boba al leer todas las tonterías que mi mejor amigo y yo escribimos el día que nos volvimos inseparables.

En aquella ocasión, ambos quedamos de juntarnos con algunos de nuestros compañeros de primaria para ir a lo que conocíamos como «la casa embrujada de los Duncan». Hasta el día de hoy, sigo creyendo que ese sitio está poseído.

El caso es que aquel día éramos alrededor de ocho niños husmeando en donde se suponía que —por órdenes de la policía— nadie debía traspasar.

Todos, menos mi amigo, moríamos de miedo.

Al escuchar un ruido extraño proveniente del sótano, seis de los chiquillos salieron corriendo despavoridos y uno de ellos cerró la puerta.

Como consecuencia, mi amigo y yo nos quedamos atrapados en la tenebrosa casa abandonada.

Pese a mis súplicas, el valentón se acercó a la puerta del sótano y comenzó a reír, ya que el ruido que todos habíamos escuchado fue causado por una bandada de ratas que anidaban dentro de una vieja secadora oxidada.

Resultó que el chillido de los roedores dentro de las paredes de metal sumando el eco del espacio vacío, fue suficiente detonante para los corazones de siete gatos asustadizos que no pudieron con el suspenso de estar en el sitio de origen de tantas leyendas y rumores.

No habían pasado ni dos horas desde que nos quedamos encerrados, cuando mi mejor amigo se quedó dormido repentinamente.

En aquel entonces yo ignoraba la causa de su desorden de sueño.

Ya lo había visto dormir en clase y la profesora nunca lo regañaba porque decía que era algo justificado. A mis compañeros y a mí no se nos había explicado nada concreto, sólo que él estaba enfermo.

Desde que noté que a cierta hora se quedaba dormido, comencé a darme la tarea de permanecer a su lado y cuidar de que nadie se acercara intentando mancharle la cara. No estaba dispuesta a permitir que alguien le jugara una mala broma.

Me quité el suéter amarillo que llevaba puesto sobre mi mono azul —dado que adoraba vestir así—, y me senté en las sucias, podridas, y frías baldosas para atraerlo hacia mí y así servirle de apoyo para que no cayera. Coloqué su cabeza en mi hombro, y lo abrigué.

Pasadas algunas horas, él despertó con el ruido que hacían los bomberos tratando de tumbar la obstinada puerta que se había atorado de tal manera, que una llave maestra o serrucho no fue suficiente.

El padre de mi amigo fue el primero en entrar a la casa apresuradamente, pese a las muchas advertencias que los bomberos le hacían sobre lo deteriorado que estaba el sitio y que cualquier paso en falso podría ser fatal.

Mis padres no estaban en casa a esas horas porque ambos trabajaban en las afueras de la ciudad, de modo que nadie llegó por mí.

El enorme hombre de bigote blanco y melena rubia tomó el somnoliento niño en sus brazos y pronto lo envolvió en una manta térmica que se le fue dada.

Lo escuché dándole gracias al cielo porque su hijo estaba bien. Sentí alegría.

Uno de los bomberos me tomó de la mano a mí para ayudarme a levantarme, pero para mi desgracia, me oriné encima tan pronto como me puse de pie.

Experimenté unas horribles ganas de llorar a causa de la vergüenza.

Me había aguantado por mucho, y al final ya no pude seguir reteniendo el líquido por más tiempo así que, esta es la parte del pis derramado en el momento menos indicado.

Mi amigo abrió los ojos de par en par mientras yo me orinaba parada. Saltó de los brazos de su papá y se acercó a mí.

Me presioné los labios entre los dientes y agaché la cabeza.

Él me acobijó con su manta. Cogió mi suéter amarillo del piso y me lo colocó en los hombros.

—Muchas gracias por cuidar de mí —dijo antes de abrazarme.

Escuché sonidos de enternecimiento por parte de los adultos que nos rodeaban, pero todo lo que a mí me importaba era que el niño malhumorado que parecía detestar que yo fuera un loro que no supiera cuándo callarse, estaba abrazándome y diciéndome que desde ese día cuidaría de mí así como yo había estado cuidando de él.

Desde entonces, todas las historias de mi vida comienzan con un: Ace y yo...

Desde entonces, todas las historias de mi vida comienzan con un: Ace y yo

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TOCANDO LAS PUERTAS DEL CIELO ━━ [En curso] 《30》Where stories live. Discover now