—Nada, nada. Solo insultaba a la vida.

—De acuerdo, volvamos a lo nuestro.

—¿Tú también tienes miedo? —Hice la pregunta que ninguno se había atrevido a formular—. Porque yo sí. Y estoy preocupado. Muy preocupado.

Chris abrió la boca para darme esperanzas, pero se arrepintió. No podía engañarse, no podía fingir que las cosas estaban mal y que pronto estarían peor. Su voz quebradiza le jugó en contra mientras intentaba articular las primeras palabras.

—¡Carajo! ¡Claro que tengo miedo! ¡Me estoy cagando en las patas! Robin no contesta mis mensajes ni tampoco atiende el teléfono. Le envié cincuenta y cinco textos, la llamé noventa veces y nada. Además, intenté localizar su teléfono y me dice que no hay señal. 

—¿Los padres de Robin lo saben?

—No lo sé. Aún no me animé a preguntarles. Deben de estar en el trabajo y no quiero preocuparlos. Después de todo, solo ha estado fuera una noche.

Noté un leve titubeo en su voz, titubeo que Chris quiso ocultar con una carraspera. Podríamos estar distanciados, pero los límites físicos no me impedían leer a las personas.

—Y no nos olvidemos de Nora —agregué a quemarropa.

Un suspiro se oyó a cada lado de la línea. Me dolía reconocerlo, pero la pequeña desconocida era la causante de todo ese desastre. Si Robin no hubiera confiado en ella, las cosas hubieran sido diferentes. Si no hubiera sido por Nora, Robin estaría a salvo.

—Nora —murmuró Chris—. Nora tiene que ser nuestro secreto.

Fue como si alguien trazara cicatrices en mi corazón y luego me apuñalara en cada una de ellas. Mi pecho se estrujó y un fuerte dolor por encima del tórax me incomodó durante un buen rato. Respiré despacio y, poco a poco, la calma regresó. Tenía toda la espalda sudada.

—Mira —continuó Chris, que ya comenzaba a acostumbrarse al monólogo—, es probable que la policía nos interrogue y que la situación se vuelva peligrosa. Tú sabes que es ilegal esconder a una niña en tu casa y no reportar su desaparición. Por eso nadie puede saberlo, ¿entiendes?

—Nadie sabrá lo que hicimos —respondí algo temeroso—. Nadie sabrá lo que fuimos.

—Entonces, ¿quién es Nora?

—¿Nora? No sé quién es.

—Perfecto. —Chris dio dos aplausos desganados del otro lado del tubo—. Aprendes rápido.

—Gracias. Ahora dime… ¿dónde estás?

—En casa de Robin. No hay nadie y yo tengo una copia de su llave. Digamos que es…

—Una copia ilegal.

—Iba a decir "un regalo de Robin para poder ir a su casa cuando quisiera".

—Repítelo hasta que te lo creas.

Hubo un breve silencio, silencio que le sirvió para cambiar el tema de conversación. La seriedad se adueñó de su garganta y Chris dijo:

—Sid, ven cuando puedas. Hay algo importante que te quiero mostrar.

La llamada murió, pero no así mi curiosidad. Cinco minutos después me encontraron teléfono en mano, rumbo a la casa de Robin. Mis pies golpeaban contra la gravilla y generaban un sonido ambiental que acompañaba mis pensamientos. Eran pensamientos fatalistas, cargados de miedo y de curiosidad.

Casi no podía creer que dos personas hubieran desaparecido el mismo día. Casi no podía creer que Chris hubiera regresado a la época del secretismo, a una de sus peores etapas de la preadolescencia. Solo que ahora esos secretos resurgían con una fuerza diferente, casi macabra. Ahora no le mentiría a su madre: le mentiría a la policía.

Nadie sabrá lo que fuimos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora