Me pregunté qué sería exactamente lo que quería decirme antes de irme. Lo único que pude deducir era que sería algo que no le resultaba cómodo decir en voz alta. ¿Sería sobre «ella»?
Fijé la vista en el frasco.
¿Estaría intentando decirme que lo sentía? Le había soltado una enorme reprimenda la noche anterior. Así que a lo mejor era aquello.
¿Que había pasado página? Bueno, eso ya lo había visto claro, gracias por la información.
¿Que «no» había pasado página? ¿Que aún me quería?
Intenté pensar en otra cosa. No podía permitir que aquella esperanza arraigara. Ahora mismo necesitaba odiarle. Aquella rabia me ayudaría a seguir adelante. El principal motivo por el que estaba allí era para alejarme de él todo lo que pudiera y el máximo tiempo posible. Pero la esperanza resultaba dolorosa. Y con la esperanza llegó la nostalgia, y el deseo de que Karina se colara en mi cama, como a veces hacía. Y luego el miedo de que los otros chicos quisieran echarme, que pudieran seguir intentando empequeñecerme. Y luego los nervios al presentarme ante todo el país por televisión durante mi estancia en aquel lugar. Y el pánico de que alguien intentara matarme simplemente para reivindicar una posición política. Todo aquello me había caído encima demasiado de golpe como para que mi ya aturdido cerebro lo pudiera procesar tras un día tan largo.
La visión se me nubló. Ni siquiera me di cuenta de que había empezado a llorar. No podía respirar. Estaba temblando. Me puse en pie de un salto y salí al balcón a la carrera. Estaba tan nervioso que tardé un momento en abrir el seguro, pero por fin lo conseguí. Pensé que el aire fresco me haría sentir mejor, pero no fue así. Aún respiraba entrecortadamente y tenía frío.
Aquello no tenía nada de libertad. Los barrotes de mi balcón me hacían sentir enjaulado. Y aún veía los muros que rodeaban el palacio, con vigilantes en los puestos de guardia. Necesitaba salir del palacio, y nadie iba a ayudarme a conseguirlo. La desesperación me hizo sentir aún más débil. Miré hacia el bosque. Estaba seguro de que desde allí solo se vería vegetación.
Me giré y eché a correr. Me sentía un poco inseguro, con los ojos llenos de lágrimas, pero conseguí abrir la puerta. Corrí por el pasillo que conocía, sin fijarme en los elaborados tapices ni en los ribetes dorados. Apenas vi a los guardias. No sabía orientarme por el castillo, pero sabía que, si bajaba las escaleras y tomaba la dirección correcta, encontraría las enormes puertas de vidrio que daban al jardín. Necesitaba abrir aquellas puertas.
Bajé corriendo la majestuosa escalera, apenas haciendo ruido al pisar el mármol con mis pies descalzos. Había más guardias por el camino, pero nadie me detuvo..., hasta que encontré lo que buscaba.
Al igual que antes, había dos hombres montando guardia a los lados de las puertas, y, cuando intenté correr hacia ellos, uno se interpuso en mi camino, bloqueándome el paso hacia la salida con su vara a modo de lanza.
—Perdone, jovencito, pero tiene que volver a su habitación —dijo, con autoridad. Aunque no hablaba alto, daba la impresión de que su voz retumbaba en el silencio del elegante vestíbulo.
—No..., no. Necesito... salir —se me trababa la lengua; me costaba respirar.
—Jovencito, debe volver a su habitación ahora mismo. Se acercó el segundo guardia, con paso decidido.
—Por favor —pedí, jadeando. Tenía la sensación de que me iba a desmayar.
—Lo siento... Joven Taeyong, ¿verdad? —respondió, observando mi broche— Tiene que volver a su habitación.
—Yo... no puedo respirar —balbucí, cayendo entre los brazos del guardia, que se me echaba encima para apartarme. Su bastón cayó el suelo. Me agarré a él casi sin fuerzas, mareado del esfuerzo.
