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Entré a gatas en la casa del árbol, que no era mucho más que un cubo de dos por dos metros en el que ni siquiera Jeno podría permanecer de pie. Pero a mí me encantaba. Había una abertura por la que te podías colar reptando y un ventanuco en la pared contraria. Yo había colocado un viejo taburete en un rincón para que sirviera de soporte para la vela, y una alfombrilla que estaba tan vieja que apenas suponía una mejora en comparación con sentarse sobre los tablones. No era gran cosa, pero era mi refugio. Nuestro refugio.

—No me llames «precioso», te lo pido por favor. Primero mi madre, luego Karina, ahora tú. Empieza a ponerme de los nervios —dije.

Pero por el modo en que me miraba Johnny, estaba claro que aquello no me estaba ayudando en mi defensa del caso «No soy guapo». Sonrió.

—No puedo evitarlo. Eres lo más precioso que he visto nunca. No puedes echarme en cara que te lo diga en la única ocasión que se me presenta —se acercó y me cogió la cara entre las manos, y pude ver en lo más profundo de sus ojos.

No hizo falta más. Sus labios ya estaban sobre los míos, y yo no podía pensar en nada más. Lejos quedaban la Selección, las discusiones familiares y hasta la propia Illéa. Solo estaban las manos de Johnny sobre mi espalda, guiándome hacia él, y su aliento sobre mis mejillas. Las manos se me fueron a su negro cabello, aún húmedo por la ducha (siempre se duchaba por la noche), y se enredaron en un nudo perfecto. Olía al jabón casero que hacía su madre. Aquel olor me hacía soñar. Nos separamos, y no pude reprimir una sonrisa.

Me senté de lado, como un niño en busca de mimos.

—Siento no estar de mejor humor. Es solo que... hoy hemos recibido esa estúpida carta.

—Ah, sí, la carta —suspiró Johnny— Nosotros recibimos dos. Claro. Los gemelos acababan de cumplir los dieciséis.

Johnny estudió mi rostro mientras hablaba. Hacía eso cuando estábamos juntos, como si estuviera refrescando la imagen de mi rostro que guardaba en su memoria. Había pasado más de una semana, y ambos estábamos nerviosos cuando pasaban unos cuantos días.

Yo también lo escruté. Johnny era, con mucho, el tipo más atractivo de cualquier casta en toda la ciudad. Tenía el cabello oscuro y los ojos verdes, y aquella sonrisa que te hacía pensar que ocultaba un secreto. Era alto. Delgado, pero no demasiado. Observé a la pálida luz de la vela que tenía unas ojeras apenas perceptibles bajo los ojos; sin duda aquella semana habría estado trabajando hasta tarde. Su camiseta negra estaba desgastada por varios sitios hasta el límite de la rotura, igual que los raídos vaqueros que llevaba casi todos los días.

Ojalá pudiera sentarme a remendárselos. Aquella era mi gran ambición. No ser el príncipe de Illéa, sino el de Johnny.

Me dolía estar lejos de él. Algunos días me volvía loco preguntándome qué estaría haciendo. Y cuando no podía soportarlo más, me centraba en mi música. En realidad, Johnny era el responsable de la calidad de mi música. Se me iba la cabeza pensando en él.

Y eso era malo.

Johnny era un Seis. Los Seises eran criados y solo estaban un peldaño por encima de los Sietes, de los que se diferenciaban por una mejor educación y por su preparación para trabajar en el interior de las casas. Johnny era más listo de lo que la gente se imaginaba, además de terriblemente atractivo, pero era muy raro que una persona se casara con alguien de una casta inferior. Un hombre así podía pedirte la mano, pero era raro que la persona aceptara. Y cuando dos personas de castas diferentes decidían casarse, tenían que rellenar un montón de papeleo y esperar unos tres meses antes de poder proceder con los siguientes trámites legales. Había oído decir más de una vez que aquello era para que la gente tuviera tiempo para pensárselo. De modo que aquel encuentro tan personal entre nosotros, ya pasado el toque de queda en Illéa..., podríamos buscarnos graves problemas. Por no mencionar la bronca que me echaría mi madre.

🏹 JaeYongWhere stories live. Discover now