Yo le ayudé, por supuesto.
—¿No te vas a llevar nada de toda esta ropa? —susurró.
—No. A partir de ahora me visten ellos.
—Oh, vaya.
—¿Están decepcionados tus hermanos?
—En realidad no —dijo, meneando la cabeza— En cuanto vieron tu cara en la tele, toda la casa se volvió una fiesta. Siempre les has encantado. A mi madre en particular.
—Adoro a tu madre. Siempre se ha portado estupendamente conmigo.
Pasaron unos minutos en silencio, mientras mi habitación volvía a su estado normal.
—Tu foto... Estabas absolutamente precioso.
Me dolió que me dijera que estaba guapo. No era justo. No después de todo lo que había hecho.
—Fue por ti —susurré.
—¿Cómo?
—Pues que... pensaba que ibas a declararte muy pronto —dije, con la voz rota.
Johnny se quedó en silencio un momento, buscando las palabras.
—Me lo había planteado, pero ahora ya no importa.
—Sí que importa. ¿Por qué no me lo dijiste? Se frotó el cuello, indeciso.
—Estaba esperando.
—¿El qué?
No me imaginaba qué podía estar esperando.
—El Sorteo.
Aquello sí lo entendía. No estaba claro qué era mejor: si ser llamado a filas o no. En Illéa, todos los chicos de diecinueve años entraban en el Sorteo. Se escogía un nuevo reemplazo por sorteo dos veces al año, de modo que todos los reclutas llegaran como máximo con diecinueve años y medio. Y el servicio obligatorio iba desde los diecinueve años a los veintitrés. La fecha se acercaba.
Habíamos hablado del tema, pero no de un modo realista. Supongo que ambos esperábamos que, si no pensábamos en ello, el Sorteo también nos pasaría por alto a nosotros.
Lo bueno de ser un soldado es que se pasaba automáticamente a ser un Dos. El Gobierno te entrenaba y te pagaba el resto de tu vida. Lo malo era que nunca sabías dónde podías ir a parar. Lo que estaba claro era que te enviaban fuera de tu provincia. Suponían que los soldados se volverían más indulgentes rodeados de los conocidos, tratando con ellos. Podías acabar en palacio o en el cuerpo de policía de otra provincia. O podías terminar en el Ejército, y podían enviarte al frente. No muchos de los que iban a la guerra regresaban a casa.
Los que no se habían casado antes del sorteo casi siempre se esperaban al resultado. Si te tocaba, en el mejor de los casos suponía separarte de tu esposa cuatro años. Y en el peor, dejar una viuda muy joven.
—Yo... No quería hacerte eso —susurró.
—Lo entiendo.
Se puso en pie, intentando cambiar de tema.
—Bueno, ¿y qué te llevas?
—Una muda para ponerme cuando me echen. Unas cuantas fotos y libros.
Me han dicho que no necesitaré mis instrumentos. Todo lo que quiera lo tendré allí. Así que solo llevo esa mochila, nada más.
Ahora la habitación estaba ordenada, y por algún motivo la pequeña mochila parecía enorme. Las flores que había traído, colocadas sobre el escritorio, presentaban un gran colorido en comparación con mis cosas, todas de tonos apagados. O quizá fuera que todo me parecía más triste ahora... ahora que todo había acabado.
