Nuestro invitado me pidió que le acompañara a la puerta, y mamá accedió, ya que ella quería empezar a preparar la cena. A mí no me gustaba estar a solas con él, pero solo era un momento.
—Una cosa más —dijo el flacucho, con la mano en el pomo de la puerta— Esto no es exactamente una norma, pero haría bien en tenerlo en cuenta: cuando se le invite a hacer algo con el príncipe JaeHyun, no se niegue, sea lo que sea. Cenas, salidas, besos (más que besos), lo que sea. No le diga que no.
—¿Disculpe?
¿El mismo hombre que me había hecho firmar para certificar mi pureza estaba sugiriéndome que dejara que JaeHyun me la arrebatara si lo deseaba?
—Sé que suena... indecoroso. Pero no le conviene rechazar al príncipe bajo ninguna circunstancia. Buenas noches, Sr. Lee.
Me sentí asqueado. La ley, la ley de Illéa, dictaba que había que esperar hasta el matrimonio. Era un modo efectivo de controlar las enfermedades, y ayudaba a mantener el sistema de castas. Los ilegítimos acababan en la calle, convertidos en Ochos; si te descubrían, fuera porque alguien se chivara o por el propio embarazo, te condenaban a la cárcel. Solo con que alguien sospechara, podías pasarte unas noches en el calabozo. Sí, aquello había limitado mi intimidad con la persona a la que amaba, y no me había resultado fácil. Pero ahora que Johnny y yo habíamos roto, estaba contento de haberme visto obligado a reservarme.
Estaba furioso. ¿Acaso no me habían hecho firmar una declaración aceptando que se me castigaría si infringía la ley de Illéa? Yo no estaba por encima de la ley; eso es lo que había dicho aquel hombre. Pero aparentemente el príncipe sí. Me sentía sucio, más inmundo que un Ocho.
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—Taeyong, cariño, es para ti —anunció mamá, con voz alegre.
Yo ya había oído el timbre de la puerta, pero no tenía ninguna prisa por responder. Si era otra persona pidiendo un autógrafo, no podría soportarlo.
Recorrí el pasillo y giré la esquina. Y allí estaba Johnny, con un ramo de flores silvestres.
—Hola, Taeyong —saludó, con un tono comedido, casi profesional.
—Hola, Johnny —repuse, apenas sin voz.
—Esto te lo envían Winwin y SiCheng. Querían desearte buena suerte —se acercó y me dio las flores. Flores de sus hermanos, no suyas.
—¡Qué encantos! —exclamó mamá.
Casi me había olvidado de que estaba en la sala.
—Johnny, me alegro de que hayas venido —dije, intentando poner una voz tan neutra como la suya— Haciendo las maletas he dejado la habitación hecha un asco. ¿Me quieres ayudar a limpiar?
Con mi madre allí mismo, no pudo negarse. Como norma general, los Seises no rechazaban ningún trabajo. En eso éramos iguales.
Johnny exhaló por la nariz y asintió.
Me siguió a cierta distancia hasta la habitación. Pensé en la de veces que había deseado aquello: que Johnny se presentara en la puerta de casa y entrara hasta mi habitación. Pero las circunstancias no podían ser peores.
Abrí la puerta de mi cuarto y me quedé en el umbral. Johnny soltó una carcajada.
—¿Quién te ha hecho las maletas? ¿Un perro?
—¡Cállate! Me ha costado un poco encontrar lo que buscaba —protesté. Y sonreí a mi pesar.
Él se puso manos a la obra, poniendo las cosas en su sitio y doblando ropa.
